EDITORIAL 8 DE FEBRERO 2015
En las seis últimas décadas la actividad minera a nivel mundial registra un ininterrumpido y espectacular crecimiento. Por otra parte, el aumento en las cotizaciones de ciertos metales ha definido niveles de rentabilidad del sector minero que lo colocan al tope a nivel mundial entre las industrias con los mayores márgenes de ganancias. En este escenario de expansión la minería se ha visto obligada a crecer en escala y a emigrar de sus zonas tradicionales de producción hacia regiones cada vez más remotas, ubicadas en Asia, África y Latinoamérica, amenazando ecosistemas y recursos vitales, generando diferentes reacciones sociales tanto a escala local como nacional. Tal es el caso de nuestro país donde se ha abierto un fuerte debate en el seno de la sociedad sobre la expansión de la megaminería a cielo abierto.
Sectores liberales-productivistas, festejan la llegada de inversiones mineras, exigiendo garantizarles la máxima seguridad jurídica y la menor intromisión por parte del Estado. El gobierno nacional y las diferentes expresiones políticas que lo apoyan, consideran que – con los cuidados necesarios – se pueden desarrollar proyectos megamineros a cielo abierto. Desde posiciones nacionalistas y de la izquierda se cuestiona el saqueo que comporta un modelo de desarrollo minero que pivotea en las inversiones extranjeras, proponiendo la reapropiación pública de nuestros recursos naturales y estratégicos, como por ejemplo, la nacionalización de la gran minería.
Hay quienes argumentan que si bien la megaminería trae consecuencias ambientales no queridas, ella es necesaria a cambio del progreso de la humanidad, afirmando por ejemplo que la informática y otras industrias requieren del oro para su desarrollo, soslayando que solamente el 11% de la producción mundial tiene tales destinos, mientras que el 89% restante se emplea para destinos suntuarios (joyería) o monetarios/especulativos.
Una buena síntesis del pensamiento sobre la megaminería que predomina a derecha e izquierda del tablero político tradicional la ofreció recientemente Rodolfo Terragno en la presentación de su libro Desarrollo y Ecología, cómo conciliar dos de las principales necesidades de la Argentina, el caso de la megaminería. Terragno aseguró que la minería, realizada de acuerdo a normas, no es perjudicial y que no es posible que en pos del cuidado del ambiente se pretenda impedir el desarrollo de la minería como una actividad que ayuda al desarrollo de los pueblos (?). «Hoy tenemos un ecologismo salvaje», aseguró el escritor quien acusó a muchas de las entidades de defensa del ambiente por parecer actuar con intencionalidad política y diferentes intereses económicos.
Para Terragno cuestionar a la megaminería es servir a interese políticos y económicos, contrario sensu el autor parece creer que defenderla es una tarea absolutamente desinteresada, libre de toda intencionalidad política o económica. Que cada uno saque su propia conclusión.
Frente a tales opiniones, el ecologismo sostiene que los impactos socioambientales de la megaminería a cielo abierto resultan innegables. Prueba de ello, por ejemplo, son las conclusiones del Inventario de Emisiones Tóxicas (TRI) que en 2005 demostró que 72 minas eran responsables del 27% de todos los contaminantes vertidos en el territorio de EE.UU. Otro ejemplo lo tenemos con la decisión que la Corte Federal de Canadá (Ver en: http://www.miningwatch.ca/index.php?/npri/npri_victory_federal_court) que forzó al gobierno federal a poner fin a la retención de datos de una de las más grandes fuentes de contaminación – millones de toneladas de sustancias tóxicas y de escombreras de residuos de roca de las operaciones mineras en el territorio de Canadá.
Pero la cuestión profunda que se esconde detrás de la expansión de estos proyectos debe ser analizada desde una visión diferente a la que se puede dar en un debate entre opiniones que divergen en lo accesorio, pero que resultan convergentes en lo esencial. Tal visión es la que aporta la ecología política.
El cuestionamiento al formidable consenso económico, político, social, y científico de los tres últimos siglos lleva a la ecología política a señalar al capitalismo productivista/consumista como el responsable directo del rumbo insostenible de la humanidad, de allí que una mirada desde la ecología política sobre la expansión de la megaminería a cielo abierto no se limita a considerar sus innegables impactos socioambientales, sino que además la identifica como un claro indicador y ejemplo de la sinrazón del productivismo capitalista.
El actual proceso de expansión de la megaminería en nuestro país resulta consecuencia directa del culto al crecimiento ilimitado, compartido tanto por los países desarrollados como por los países en desarrollo, estos últimos, particularmente convencidos que hay que crecer a toda costa, ya que en algún momento la riqueza se derramará alcanzando a toda la sociedad. Idea ingenua o interesada que, más allá de hechos anecdóticos de limitado alcance local, la historia se ha encargado hasta el cansancio en desmentir, demostrando que la riqueza no se derrama – ni siquiera gotea – sino que la lógica inherente al sistema solo tiende a concentrarla.
Nuestro proceso de crecimiento económico se apoya fuertemente en pilares extractivistas. En esencia se trata del mismo modelo que conocimos desde épocas de la colonia hasta nuestros días. Economía colonial, economía de enclave, extractivismo desarrollista, extractivismo de cuño liberal y, en la actualidad, neo-extractivismo progresista tal como lo define Eduardo Gudynas. Poco ha cambiado en lo fundamental: los recursos naturales son exportados y nos quedamos con los pasivos socio-ambientales. Antes era a cambio de nada y, ahora, a cambio de regalías o derechos que en poco los compensan, si es que son económicamente compensables.
Hoy nos toca hacer frente a un modelo extractivista que se mantiene vigente como pilar de las estrategias de desarrollo de nuestro país y es aceptado como motor fundamental del crecimiento económico y, en consecuencia, como una contribución clave para combatir la pobreza a escala nacional, lo cual pretende otorgarle legitimidad. Si bien es cierto que a diferencia de los modelos anteriores, en el neo-extractivismo progresista existe un papel más activo del Estado sobre los sectores extractivos y se capta una mayor proporción de su renta ello no logra evitar que el modelo siga siendo funcional a la globalización económico-financiera, que se mantenga nuestra inserción internacional subordinada, que se fragmente el territorio y que se externalicen los inevitables impactos sociales y ambientales.
El neo-extractivismo progresista se debate en sus propias contradicciones. No se puede favorecer los intereses de las corporaciones multinacionales y, al mismo tiempo, pretender aliviar la pobreza de los humillados y ofendidos. No se puede querer que prosperen simultáneamente las transnacionales mineras y las poblaciones locales por ellas impactadas.
Se abre entonces el gran desafío para el ecologismo: presentar un modelo alternativo al neo-extractivismo progresista. Ello implica desplegar los principios de la economía ecológica y los valores que inspiran a la ecología política. Ello implica iniciar una transición que nos lleve hacia un desarrollo sostenible, una transición a un modelo económico que aúne, en una radical transformación, justicia social y justicia ambiental. Una transición a una economía que ponga el acento en la reproducción de las condiciones para el buen vivir, el cuidado, la contención, la supervivencia colectiva, el obligado decrecimiento de las economías ricas y la mitigación de las desigualdades en materia de ingresos y bienestar material en todo el mundo.
Se trata de un modelo económico que no considera al ambiente como un factor secundario de la producción, sino que lo concibe como un recipiente que contiene, provee y sostiene toda la economía. Un modelo que asume como factor limitante para el desarrollo económico futuro a la disponibilidad y funcionalidad del capital natural, en especial los irremplazables servicios que soportan la vida, para los cuales no pueden ni deben existir valores de mercado.
La economía mundial ha entrado en una dinámica absurda y los ecologistas plantean el derecho a parar, a no aceptar más que nos sigan queriendo convencer de la necesidad de un utópico “infinito crecimiento”, que nos sigan proponiendo como solución para los países en desarrollo imitar los insostenibles modelos de los países ricos, que nos quieran convencer de las bondades de un modelo depredador como el de la megaminería a cielo abierto. Es bajo esta particular visión que el ecologismo rechaza la superideología productivista común a todas las ideologías políticas tradicionales, una de cuyas expresiones «salvajes» (parafraseando a Terragno) resulta el extractivismo megaminero a cielo abierto.