Ir a: La evolución de los paradigmas en las relaciones sociedad-naturaleza
Los criterios imperantes en las doctrinas económicas que han guiado la evolución de la sociedad humana, y por lo tanto los objetivos últimos del progreso económico, han mostrado una paulatina modificación a lo largo de los últimos cincuenta años.
Desde una visión inicial, predominante en las décadas de los años 1950 y 1960, que estuvo centrada solamente en la eficiencia económica, y cuyo objetivo primordial era la maximización del ingreso, se pasó a una etapa regida por un criterio de raíz más social, como el del crecimiento equitativo. Este período, que puede ubicarse en la década del año 1970, tomó como principal bandera la redistribución del ingreso.
En la década del año 1980, hizo su irrupción la temática ambiental, y aun cuando inicialmente sólo lo hizo a un nivel académico y discursivo, tomó posteriormente fuerza en diversos foros internacionales, el más notable de los cuales fue la Conferencia de Naciones Unidas para el Medio Ambiente y el Desarrollo (CNUMAD) realizada en Río de Janeiro en junio de 1992.
Muchos son los tempranos antecedentes respecto del cuestionamiento del rumbo adoptado por la humanidad, tal como el caso del padre de la ecología, Haeckel, quién en 1899, en Enigmas del Mundo, Estudios Generales Acerca de la Filosofía Monística, al criticar a la civilización de su siglo escribía:
Esta barbarie social inmoral nunca la vamos a poder vencer con una educación artificial, con una enseñanza unilateral e insuficiente, con una falta de veracidad interna y con una mayor promoción de la civilización actual. Más bien se necesita un completo y veraz retorno hacia la naturaleza y hacia las condiciones naturales. Este retorno será posible recién cuando el hombre reconozca su posición real en la naturaleza. Entonces el hombre no se comprenderá como una excepción de las leyes naturales, sino empezará por fin a buscar sus reglas básicas en sus propias acciones e ideas, para organizar su vida de acuerdo con las leyes naturales. Una existencia humana digna, de la cual se está hablando desde hace mil años, llegará por fin a su verdad.
En los años 40, Aldo Leopold funda las bases de la ecología profunda y cuestiona frontalmente los modelos imperantes. Pero es recién en la década del año 1960 cuando la economía de fronteras encuentra su primer gran escollo. Se inicia en esos años una fuerte etapa de denuncia sobre la crisis ambiental, que ya dejaba de ser una hipótesis, para mostrarse como la inevitable consecuencia o contracara de nuestra civilización. Libros como Silent Spring de Carson y The Population’s Bomb de Erlich son ejemplos típicos de esta etapa que guarda el enorme valor de haber identificado los primeros síntomas de la crisis en las relaciones sociedad-naturaleza y pronosticado la gravedad de la situación que se avecinaba. Situación que hasta entonces, había sido absolutamente ignorada por el paradigma dominante e invisible a los ojos de la sociedad.
Con el avance científico técnico, se origina un paralelo avance en la percepción de los problemas ambientales, los que comienzan a ser vistos como verdaderos problemas, pero con una particularidad: se los visualiza como remediables y esto es lo que los torna elegibles, en la escala de prioridades de la humanidad.
Los paradigmas normalmente descartan en su modo de percepción universal a los problemas metafísicos o a los extremadamente problemáticos, de allí que en la década del año 1960 se inicie la verdadera etapa de evolución de paradigmas en las relaciones sociedad-naturaleza. Década en la que la percepción respecto de la problemática ambiental se concentró en la “polución”, como el principal problema a resolver, en tanto resultaba el primer claro síntoma de deterioro ambiental originado en el acelerado proceso de industrialización del hemisferio norte.
Por esos años, el problema ambiental resultaba patrimonio exclusivo de las naciones industrializadas y consecuentemente es en ellas donde se genera la primera respuesta hacia un cambio de modelo en base al cual organizar la realidad. Comienza a ver la luz un nuevo paradigma: la Protección Ambiental.
La “protección ambiental” nace al calor del enfrentamiento entre los paradigmas extremos: economía de fronteras y ecología profunda. Asumiendo que existe una contradicción entre economía y ecología, entre calidad ambiental y crecimiento económico, propone mitigar las consecuencias ambientalmente perjudiciales de las actividades económicas y consecuentemente va tomando forma la idea de agregar a los clásicos criterios de evaluación de proyectos – fundamentalmente centrados en análisis económico-financieros – una “evaluación del impacto ambiental” del proyecto mismo.
Nace así un modelo de interpretación de la realidad afín al paradigma dominante, pero que a poco de andar comienza a ser visualizado como un “estorbo”. Las evaluaciones de impacto ambiental se efectuaban cuando el proyecto se había consolidado o aun cuando ya estaba en ejecución y por lo tanto siempre resultaban “antipáticas”.
Según Colby este paradigma se puede sintetizar en pocas palabras: el negocio de siempre, más una planta de tratamiento. A fin de profundizar en sus ideas, particularmente en lo referente a su base: la evaluación del impacto ambiental, resulta conveniente efectuar algunas consideraciones.
El crecimiento económico está normalmente ligado a los proyectos de inversión, por lo que la consecución de los objetivos de protección ambiental, lleva necesariamente a revisar los criterios de evaluación de estos proyectos. Un buen ejemplo se lo tiene en el comportamiento del Banco Mundial, el cual, a través de la elaboración de guías para la evaluación del impacto ambiental de los proyectos de inversión, elevó el análisis ambiental al menos al mismo nivel de importancia que tenían los otros componentes de la evaluación tradicional de proyectos, es decir los aspectos económico, financiero, social y técnico [Munasinghe, 1993].
Resulta importante tener en cuenta que si no se realizan ajustes ambientales, los beneficios sociales de los proyectos que degradan el ambiente son en realidad más bajos que los que se calculan, dando por consiguiente indicadores de rentabilidad más altos que los reales. Esto implica a su vez que el conjunto de proyectos que se selecciona no es el correcto. Esto se da en particular en los proyectos que son recurso-intensivos, los que aparecen como mejores de lo que en realidad son.
Con esta base, la protección ambiental emerge como opción a la economía de fronteras pero muy próxima a ella, por lo cual muestra algunos aspectos comunes. Así por ejemplo, resulta fuertemente antropocentrista y por otro lado, busca su argumento central únicamente en la economía.
Lo ecológico, en este paradigma, no reviste otra categoría que la de una “externalidad económica”, para lo cual utiliza la siguiente línea argumental: la tendencia empresaria o individual a minimizar los costos, propia de la economía de mercado, tiene un funcionamiento correcto cuando existen los mercados y las adecuadas condiciones de competencia, de manera que los precios reflejen los costos reales de los bienes a la sociedad. Sin embargo, cuando falta el mercado y existen manifiestas externalidades, la misma da origen a ineficiencias económicas que se traducen en un menor bienestar general, por ejemplo, por producirse una excesiva contaminación y degradación del ambiente. [Bruce y Ellis, 1993]
De hecho, la producción y el consumo de algunos bienes reducen el nivel de calidad del ambiente. Para poder contrarrestarlo o “internalizarlo” en la economía, esto debe reflejarse en su precio de mercado. De esta manera, el nivel óptimo de contaminación ocurrirá cuando la disposición marginal a pagar por un incremento de la calidad ambiental sea igual al costo marginal de proveer esa mejora. [Merenson y Beaumont Roveda, 1994]
Por lo tanto, la degradación ambiental se convierte en un problema de economía debido a la falta o las fallas del mercado. En esas condiciones no existe una forma en que los demandantes o suministradores (de calidad ambiental) puedan expresar su relativa disposición a pagar por, o su disposición marginal a aceptar una disminución en, la cantidad de calidad ambiental.
Correspondientemente, no hay un precio que deban pagar las industrias o consumidores que agreden el ambiente con sus actividades por dicha agresión. Los “contaminadores” consideran la degradación del ambiente como gratuita e ignoran los costos que imponen al resto de la sociedad. Por otra parte cuando un insumo es gratuito, como ocurre con la atmósfera o los cursos de agua como receptores de emisiones y efluentes, el productor que desea minimizar sus costos tiende a consumir una gran cantidad del mismo. Ello conduce también a una excesiva degradación ambiental.
Pero la degradación ecosférica no es gratuita para el conjunto de la economía, por el contrario, aparecen graves costos sociales en aspectos como salud, reducción de productividad, reducción de recreación, etc.
La calidad ambiental es un bien de propiedad común, un bien público, y al no poder tarifarse por su uso, existe abuso. La “tragedia de lo público” es que no hay forma legal de controlar su uso [Bruce y Ellis, 1993]. El acceso libre a los recursos de propiedad común, además de contribuir a su sobreexplotación, no permite generar los ingresos necesarios para su adecuado mantenimiento [Anderson, 1990].
Lo anterior muestra que la preservación de la calidad ambiental es una acción típicamente gubernamental: nadie estará dispuesto a pagar a un “contaminador” para que reduzca su contaminación, ya que el beneficio no será para él sino para el conjunto de la sociedad.
La economía tradicional no ha tenido en cuenta explícitamente los aspectos de agresión ambiental de la actividad humana. El nuevo enfoque de economía ambiental deberá contemplarlos para poder garantizar la continuidad del progreso.
Dado que se ha hablado de “externalidades”, resulta útil detenerse en el análisis de este tema fundamental, para lo cual resulta conveniente describir algunos mecanismos económicos subyacentes en los problemas ambientales:
Bajo el funcionamiento libre del mercado, si un insumo básico resulta gratuito y de acceso libre e irrestricto, éste se utilizará de manera indiscriminada, buscando la mejor relación costo-beneficio. En otras palabras, si un bien no tiene precio, no hay manera de que los individuos o la sociedad manifiesten su preferencia por él, por lo cual, en el tiempo, tenderá a desaparecer o a deteriorarse.
Tanto el mercado como la planificación económica centralizada han fallado en prevenir y corregir el deterioro ecosférico y el agotamiento de los recursos naturales, y hasta ahora, el sistema de precios imperante ha funcionado en forma perversa en contra del ambiente y la conservación: pero no hay razón para que no puede operar en sentido contrario. En el caso, por ejemplo, de algunos insumos básicos como el agua, el aire, la biodiversidad, etc., los mecanismos del mercado fallan ostensiblemente.
La degradación ecosférica resulta un costo social que es ignorado por los productores y los consumidores, externalizándolo a la sociedad en su conjunto, tanto la actual como la futura. En consecuencia resulta necesario “internalizar”, incorporar de alguna forma los costos externos a la producción y el consumo. De lo contrario se genera un subsidio implícito de la sociedad hacia las actividades que utilizan y degradan, gratuitamente, recursos útiles para todos.
El ambiente y los ecosistemas son considerados bienes de propiedad común, que a los fines prácticos resultan propiedad de nadie. Siendo propiedad de nadie, el interés social por su conservación carece de expresión económica a través del sistema de precios. De esta manera, el costo privado de los bienes de origen ambiental es menor que el costo social de los mismos y, cuanto menor es el valor agregado del bien, mayor es la subvaluación del producto final.
Muchas veces las externalidades se originan en la indefinición de los derechos de control o propiedad sobre el ambiente y los ecosistemas vitales. En esos casos resulta indispensable establecer inequívocamente los derechos de propiedad sobre los mismos.
Pese a lo anterior y a que la protección ambiental legaliza a la ecología como una externalidad económica, en este punto y frente a los bienes comunes – en otra de sus aproximaciones a la economía de fronteras – termina conceptuándolos como bienes de libre acceso. En función de ello y mecánicamente, postula su privatización como única forma de lograr su cuidado y conservación, sin tomar en cuenta que existe una gran diferencia entre propiedad común y propiedad de nadie.
Pero si bien a primera vista, incorporar a la economía lo ecológico sólo en la categoría de “externalidad económica” puede parecer acertado, resulta necesario plantear algunas cuestiones fundamentales.
En materia de externalidades se debe diferenciar entre las sincrónicas y las diacrónicas, en tanto sus valoraciones resultan metodológicamente diferentes.
Una externalidad sincrónica implica que analizamos consecuencias actuales, con costos o beneficios actuales, los que no son recogidos por el mercado. Es el caso de los automóviles en cuyo valor no se incluyen las consecuencias sociales del aumento de la contaminación atmosférica que ellos originan. Se trata aquí de una externalidad sincrónica negativa, que no se refleja en el precio de los automóviles.
Pero en estos casos los economistas ortodoxos no se alarman grandemente, ellos tienen mucha práctica en «inventar» valoraciones extramercado. Tal como lo señalan Juan Martinez Alier y Klaus Schliipman en La ecología y la economía:
Todo el mundo puede ver que muchas preferencias humanas no se expresan en el mercado en sentido estricto, por ejemplo, en el «mercado político» para conseguir votos hay ciertas transacciones, pero habitualmente no están medidas por el dinero. En la esfera del amor y la familia hay elecciones, hay trade offs. Un economista se siente como en casa en tales ocasiones, pues aplica su conocimiento de las reglas de la elección racional a esas transacciones extramercantiles. Puede por ejemplo recordar el teorema de la imposibilidad de Arrow que explica las condiciones necesarias para que puedan haber elecciones coherentes.
Pero no ocurre lo mismo cuando nos enfrentamos a las externalidades diacrónicas, que pretenden reflejar la medida actual de efectos futuros y que el mercado no es capaz de capturar, como por ejemplo el impacto del aumento de gases efecto invernáculo en la atmósfera en generaciones futuras. Claramente se ve lo complejo que puede resultar tratar de atribuir valores actuales a las eventuales preferencias de individuos a los que no podemos interpretar en términos de dinero, votos o encuestas de opinión, en tanto se trata de individuos que aún no han nacido.
Los autores antes citados señalan que:
El hecho fundamental que la economía ecológica esgrime contra la economía ortodoxa es la inconmensurabilidad. Somos incapaces de asignar valores monetarios que incorporen costos ecológicos actualizados a los bienes que consumimos. A menudo, los costos ecológicos se harán sentir en el futuro: por ejemplo, menos petróleo disponible para nuestros descendientes o un planeta recalentado por el incremento del «efecto invernadero». ¿Qué valor actual hay que dar a esos efectos? ¿Serán nuestros descendientes más pobres o más ricos que nosotros? ¿De qué tecnologías dispondrán? Además, a menudo no conocemos las consecuencias que la producción o el consumo actuales tienen sobre la ecología. Se llega a extremos como el considerar externalidades positivas lo que son externalidades negativas………Un excelente ejemplo para entender que estamos confrontados con incertezas más que con distribuciones con probabilidades conocidas es la discusión sobre el «efecto invernadero»……….en los años treinta, una comunicación leída a la Real Sociedad de Meteorología británica (Callendar, 1938) concluía que los combustibles fósiles no sólo proporcionaban energía eléctrica sino que además harían aumentar la temperatura en unos pocos grados, lo que era beneficioso pues ampliaría el margen de cultivo hacia el norte. Fue sólo 20 o 30 años después cuando algunos científicos dieron voz de alarma al percatarse que el aumento de temperatura llevaría a una expansión de la masa de agua de los océanos….Así pues, lo que fue visto durante mucho tiempo como una externalidad positiva es ahora visto como una externalidad negativa, a la que nadie se ha atrevido, en cualquier caso, a colocarle un valor monetario, y sobre la que todavía queda mucho por saber. ¿Cuántas externalidades están aún por descubrirse? La inserción de la economía en la ecología es difícil no sólo porque requiere dar valores actuales a necesidades futuras (valores que no pueden salir de una transacción con quienes no han nacido aún) sino porque además requiere conocer cómo funciona la ecología para intentar dar valores a las externalidades.
Resulta necesario aquí detenerse para analizar lo que muy bien plantea Elizalde cuando se pregunta:
¿Puede el libre mercado proveer realmente la mejor solución para alcanzar una economía sustentable? ¿Genera las señales requeridas suficientes para encaminarnos a enfrentar los problemas pendientes?
A fin de dar respuestas a estas fundamentales cuestiones transcribe parte de una entrevista a Pedro Vuskovic publicada por El Mercurio quien plantea que:
Ha habido un fracaso estrepitoso de una forma de ordenamiento social que se identifica con autoritarismo y rigidez de un sistema centralizado de planificación. El problema nuestro – de todos nosotros – es sacar debidamente las lecciones de esta tremenda experiencia histórica. Decir que el fracaso de esta planificación confirma el «libre funcionamiento de las leyes de mercado» como única eficaz forma de ordenamiento social es renunciar a aprender aquellas enseñanzas de la historia. Si el «socialismo real» pecó de exceso de dogmatismo, éstos no son menores en el «capitalismo real contemporáneo», uno de cuyos grandes dogmas es precisamente el «mercado libre». Cualquier economista sabe que todo el edificio teórico sobre el mercado, como el gran asignador de recursos, está construido a partir de un supuesto de concurrencia y competencia que no se cumplen para nada en el capitalismo actual, dominado por grandes concentraciones de capital, en el que enormes corporaciones transnacionales no «toman sus datos» del mercado, sino que «hacen el mercado.
Es en este contexto que se puede cuestionar fuertemente algunos de los conceptos antes desarrollados, como es el caso de las «externalidades» ya que si el mercado no funciona correctamente por las razones invocadas por Vuskovic, no se pueden atribuir estos defectos a meras «fallas de mercado» en tanto no resulta científicamente válido utilizar el modelo para explicar su propio fracaso y tal como lo señala Malcom Slesser en The Management of Greed:
Este tipo de argumentos puede estar dentro de una ciencia a priori, pero es inaceptable en una ciencia que se pretende a sí misma empírica y que por tanto intenta determinar la verdad mediante la experimentación. No podemos conducirnos a nosotros mismos a confundir «realidad» con «racionalidad».
Se podría pensar que la crítica al «capitalismo real contemporáneo» y al «mercado libre», realizada por Vuskovic, de origen socialista, no es del todo objetiva, por ello nada mejor aquí que agregar importantes definiciones, libres de cualquier supuesta intención ideológica, como por ejemplo, la producida por una fuente insospechable como lo es la Office of Technologies Assesment (O.T.A.) dependiente del Congreso de los Estados Unidos de Norte América, la que en su informe: Competing Economies: America, Europe and the Pacific Rim señala que:
La libertad de los mercados es algo relativo. De acuerdo con las normas económicas, hoy no hay ningún mercado libre en el mundo y nunca lo hubo. Se imagina que hay varias economías cuyos mercados son libres porque algunos grandes segmentos están influidos tanto por las fuerzas del mercado como por políticas y regulaciones…De los miserables resultados de las economías conducidas y controladas en Europa del Este, y su comparación con la de los Estados Unidos y Europa Occidental, no se puede deducir una superioridad global de las fuerzas del mercado en cualquier condición. La mayoría de las restricciones que los Estados Unidos y otros gobiernos imponen a los mercados se debe a que estos sirven pobremente a algunos intereses, como los valores de largo plazo de la sociedad o la provisión de bienes sociales como el conocimiento científico, el aire puro y la seguridad. Si analizamos las diferencias entre los resultados japoneses y los Norteamericanos, es válido sospechar que no siempre más competencia es mejor
En septiembre del 93, en New York Times Review, Heilbroner reflexiona sobre estos temas y por su claridad resulta conveniente hacer aquí una transcripción de sus principales conceptos.
Vivimos en tiempos en que la historia se está inclinando dramáticamente a favor de las economías de mercado por encima de las economías planificadas, de las que son testigo la Unión Soviética y los países de Europa Oriental; por eso parece casi una blasfemia sugerir que los mercados libres no siempre conllevan el mejor de los resultados y que la regulación, que después de todo es una forma de planificar, a veces logra que los mercados operen mejor…A riesgo de parecer blasfemo, permítanme sugerir algunos principios sobre la forma en que opera el mercado:
- Los mercados son manejados por el interés de cada participante y supervisados por una competencia en la que los vendedores y los compradores rivalizan entre sí. Obviamente, esta no es la manera de planificar acorde con las expresiones gubernamentales. Sin embargo, ello no significa que los mercados no tengan nada en común con la planificación.
- En efecto, tanto el mercado como la planificación son instrumentos de política social. Más específicamente, representan formas de coordinar las actividades de producción y de distribución que llamamos economía. Cada un de las formas tiene sus ventajas y sus desventajas. Hoy en día tendemos a enfatizar las ventajas del mercado pero hay elementos a favor de la planificación. La utilizamos para realizar grandes reacomodamientos económicos muy rápidamente, para hacer la guerra, los países subdesarrollados planifican para salir de un punto muerto.
- Como el mercado es un instrumento social, no puede ser completamente «libre». Todos los mercados se basan en leyes que establecen límites, restricciones y señales de Prohibido Pasar. El sistema de mercado no es una licencia para que cada propietario haga lo que quiera con su propiedad, ni para hacer negocios que sean exitosos por cualquier medio. La única industria que no reconoce límites o reglas es el narcotráfico, en la que el mercado actúa de acuerdo a lo que Thomas Hobbes llamaba la guerra contra el otro y describía la vida en esas condiciones como detestable, brutal y corta.
- Como los mercados, a diferencia de los planes, se guían por las balizas intermitentes que llevan hacia los beneficios económicos, hay quienes dicen que sólo se los debe juzgar de acuerdo con ese criterio. «No me molesten con sus discursos sobre restructuración cooperativa» dicen los entusiastas del mercado, «La cuestión es, ¿produce rendimientos?. Lo mismo se puede decir de la competencia entre compañías aéreas y buques petroleros. No estoy usando este criterio para ridiculizarlo. La ganancia es la forma en que el mercado gratifica la eficiencia, y la eficiencia evita gran parte de la esclerosis burocrática que siempre ha sido la enfermedad de la planificación.
- Pero la eficiencia no es todo. Tal como los economistas nunca se cansan de decirnos, el mercado es un medio maravilloso para coordinar las actividades económicas, pero tal como nos dicen con menos frecuencia, compra sus triunfos al precio del descuido social e incluso de la destrucción. Descuido, porque el mercado tiene buen oído para las necesidades privadas pero es sordo a las necesidades públicas; la destrucción ocasional, porque el mercado no tiene manera de juzgar las consecuencias de su sordera. Así el mercado nos brinda magníficas metrópolis cuyo aire no se puede respirar, un menú de entretenimientos por televisión preparados para el mínimo común denominador de nuestra cultura, una distribución de ingresos según ocupaciones y escalas que violentan nuestro sentido de la dignidad.
¿Qué hacer? La respuesta, obviamente, es planificar. No quiero decir que haya que abandonar los intereses individuales y la competencia como principal móvil económico. Tampoco digo que haya que crear una agencia central autorizada para imponer metas a todas las ramas de la economía. Lo que quiero decir es que se deben modificar los límites, restricciones y señales de Prohibido Pasar del mercado…Hay muchas maneras de hacerlo. Una de ellas es dirigir la intervención gubernamental. Si los derrames de petróleo llegan a ser demasiado destructivos para el medio ambiente, se puede prohibir la circulación de barcos que transportan cargas excesivas o cuyo diseño no sea adecuado. Se haga lo que se haga con el petróleo, la realidad es que la fragilidad del medio ambiente hará necesaria la intervención en muchos aspectos. Algunas propuestas del Presidente Bush para que los estándares de emisión de los automóviles fueran más estrictos son buenos ejemplos…¿Es eso planificación?. Por supuesto que lo es, aunque esta palabra jamás sea pronunciada por nuestro Presidente. Cambiar los estándares de emisión implica una decisión política sobre el rango de actividades económicas privadas permisibles. Pero no es una infracción al mercado. No quita la motivación de ganancia o la fuerza de la competencia. Sólo rediseña las reglas con las que opera el mercado en un área en particular, de modo de proveer transporte y no smog…La solución no es abandonar el Mercado con «M» mayúscula. Es buscar cambios en la estructura de muchos mercados con «m» minúscula. Idealmente, esos cambios afirmaran la función esencial de la planificación: guiar la economía hacia donde queramos que vaya mientras se mantiene el propio interés como motor del Mercado y la competencia como su capataz.
Resultan de suma importancia las reflexiones formuladas sobre el libre mercado. El paradigma dominante y este primer desprendimiento que es la protección ambiental están fuertemente impregnados de políticas de mercado y por ello resulta fundamental desmistificar el tratamiento del tema, particularmente en lo que hace a la supuesta contradicción entre planificación y mercado.
La protección ambiental, apoyada en la evaluación de impacto ambiental y la teoría de las externalidades, centra su atención solamente en dos amenazas: la polución y la desaparición de especies animales y vegetales.
Como lógica consecuencia de su metodología, se estructura sobre la base de definir niveles admisibles de impacto ambiental, como por ejemplo: la definición del nivel óptimo de contaminación. Esto lo lleva a la necesidad de desarrollar políticas de regulación y control, y por lo tanto, a la necesidad de crear instituciones destinadas a la protección ambiental.
Estas instituciones comenzaron a actuar a manera de compartimentos estancos dentro de las estructuras de Gobierno, dedicándose casi exclusivamente a fijar límites admisibles de contaminación y, en algunos casos, a reparar los daños originados al excederse dichos límites. Pero como bien lo expresa Colby:
…no fueron responsables de planear las actividades de desarrollo con la visión de la no polución, o llevar a cabo necesarias funciones ecológicas, o mejor aún facilitar las funciones ecológicas al mismo tiempo que se tomaba ventaja de ellas…De esa forma muchos problemas de polución crecieron. A medida que crecían muchos problemas referidos a la polución, también creció el tipo de manejo para evitar los efectos no deseados, (por ejemplo en la limpieza de los grandes lagos de los EE.UU. y el Superfondo de USA), como así también la prescripción de nuevas soluciones tecnológicas para mitigar problemas de polución (como los caros sistemas de control de humos en chimeneas).
Como se ha visto, en este paradigma la estrategia ambiental se basa en regulaciones y control. Debe señalarse al respecto que, como regla general, las regulaciones han sido y son difíciles de hacer cumplir. Para ello, se requiere experiencia en las instituciones responsables de su aplicación y realizar importantes inversiones y gastos para el monitoreo y control de su cumplimiento. Las regulaciones son también difíciles de establecer, por falta de información sobre los niveles aceptables de polución y sobre los costos reales de los actores económicos para disminuir sus emisiones o efluentes. [Merenson y Beaumont Roveda, 1994]
Incluso, en determinados casos el efecto de aumentar las restricciones no ha sido el deseado y la contaminación ha crecido al hacer más estrictos los standards. Al efecto debe tenerse en cuenta que las empresas cumplen o no las regulaciones en función de sus costos, por lo que al incrementar el standard algunas empresas disminuirán sus emisiones, otras entrarán en el campo de las que no las cumplen, y las que no las cumplían seguirán sin cumplirlas. El balance neto de disminución de emisiones (la disminución del primer grupo menos el aumento del segundo) puede llegar a ser negativo.
Un aspecto que también conspira contra la eficiencia de este modelo es que, el establecimiento de un estándar de emisión – p.ej. la prohibición o limitación de uso de pesticidas, fertilizantes, etc. – no genera ningún tipo de ingreso y, como ya se ha dicho, es costoso para asegurar su cumplimiento.
Otra variante es la de utilizar un estándar de tecnología, en lugar de un estándar de emisión, ello principalmente cuando es más fácil o barato controlar los equipos de reducción de la contaminación (purificadores, filtros, etc.) que medir las emisiones mismas. Pero aquí surge otra grave dificultad, el usuario o productor puede colocar el equipo pero no operarlo, debido a los altos costos que ello implica. Asimismo, el mantenimiento de estos equipos, crucial para asegurar el efecto perseguido, hace que los controles deban multiplicarse.
Como se ha visto, la protección ambiental se apoya en la idea de poder definir impactos ambientales admisibles y allí reside su aspecto más vulnerable, en tanto la ecología, como ciencia, no ha podido definir cuáles son, en cada caso, esos niveles de admisibilidad. Inevitablemente entonces, la definición de tales niveles óptimos se basa en criterios económicos de corto plazo y por lo tanto los impactos ambientales admisible terminan siendo fijados políticamente, lo que es igual a decir que, desde un punto de vista ecológico, son fijados arbitrariamente.
La protección ambiental de la década del año 1960, nacida en los países industrializados, recién hoy, tibiamente, quiere asomar en los países en desarrollo, más que por propia decisión, como consecuencia y reflejo de condicionantes internacionales, particularmente de las políticas adoptadas en materia de financiamiento.
Si en los países desarrollados, la protección ambiental fue vista como un estorbo, en los países en desarrollo se la visualiza como a un verdadero enemigo, que impide recorrer el camino, que otrora, recorrieran las hoy naciones industrializadas.
Así como la ecología no ha podido definir científicamente los niveles de admisibilidad de los impactos ambientales; la economía no ha podido cuantificar los beneficios ecológicos, con lo cual, cualquier acción en materia de protección ambiental, termina siendo asumida como un costo agregado.
Tal como lo afirma Colby:
…las actividades del desarrollo que son ecológicamente benignas y aún benéficas, son raramente reconocidas como tales. Los impactos de la destrucción ambiental excesiva, (la explotación de recursos) o la polución son considerados como externalidades a la economía. Ellos son tratados después que ocurren, si es que se lo hace y usualmente son pagados por el público en la forma de una degradación de la calidad de vida y/o aumentos de impuestos. El ecosistema en general es visto como externo a la economía… …La degradación de los recursos y los servicios que prestan los ecosistemas no son aún percibidos por los círculos que hacen política como un factor limitante serio debido a una no interrumpida fe en el progreso tecnológico y en la sustitución. El mismo uso del término ambiental es una etiqueta para este tipo de problemas y muestra cuán pequeño ha sido el cambio en las actitudes.
Para distintos autores, tales como Worster, Hall y Perrings existe una ecología del proceso de los recursos naturales, definida por stocks, flujos de los ciclos de nutrientes, servicios de los ecosistemas y clima, que puede resumirse en una nueva economía, “la economía de la naturaleza” y paralelamente, hay una “economía de la supervivencia” que hace a las condiciones de vida de la humanidad. Ambas economías, no forman parte de la “economía de mercado” y por lo tanto resultan ignoradas totalmente por el paradigma dominante y por su respuesta a la ecología profunda, la protección ambiental, y quizá en ello se encuentre su defecto fundamental. [Worster, 1977] [Hall et. al, 1986] [Perrings, 1987]
Este paradigma, el de la protección ambiental, se encuentra perfectamente reflejado en el campo de la economía, bajo el nombre de “Economía Ambiental”.
La economía neoclásica nacida a fines del siglo pasado y sus actualizaciones, resultan el sustento teórico de esta “economía ambiental” y quizá resulte útil aquí detenerse en la descripción de sus principales herramientas, en tanto, hasta la fecha, la evolución de las teorías económicas muestran una marcada tendencia hacia este campo.
La Economía Ambiental: teoría y práctica
Las políticas macroeconómicas y sectoriales pueden jugar un rol significativo en la determinación de la tasa de agotamiento de los recursos naturales y en la degradación ecosférica. En un esquema de crecimiento económico ambientalmente sostenible deben favorecerse las políticas que beneficien ambos aspectos: la eficiencia económica y la protección ambiental. (Ejemplos de este tipo de políticas son la búsqueda de solución a los problemas de tenencia de la tierra, o la mejora de la eficiencia industrial o energética).
Las reformas políticas que promueven la eficiencia en la asignación de recursos o reducen la pobreza, generalmente son beneficiosas para el ambiente. Sin embargo, en determinados casos pueden existir limitaciones o distorsiones, usualmente localizadas, que conspiren contra ello.
Para esos casos deben diseñarse medidas específicas o localizadas que complementen dichas políticas. Dichas medidas tendrán por objetivo regular el nivel de contaminación en su fuente o bien incrementar el costo privado de contaminar, mediante cambios en los precios o la introducción de regulaciones. [Merenson y Beaumont Roveda, 1994]
La incorporación explícita de estas medidas a la política económica constituye la base para la estructuración de una política económico-ambiental.
Siguiendo a Eskeland y Jimenez, las medidas de política económico-ambiental pueden ser categorizadas en: [Eskeland y Jimenez, 1992]
* Incentivos basados en el mercado (IMs).
* Instrumentos de regulación y control (IRC).
* Gastos gubernamentales para saneamiento o control.
Los incentivos basados en el mercado, tales como el uso de impuestos ambientales, permisos negociables, o cargos a las emisiones y efluentes tienen el atractivo de generar ingresos al estado, salvo en el caso de subsidios. Por el contrario, los instrumentos de regulación y control y los gastos gubernamentales para saneamiento, no generan ningún tipo de ingreso sino que requieren generalmente desembolsos presupuestarios elevados.
A su vez los instrumentos pueden dividirse en directos o indirectos, ya sea que actúen directamente sobre el daño ambiental o la contaminación producida, o bien sobre los insumos, procesos, consumos o tecnologías contaminantes. Los instrumentos directos (permisos negociables, cargos a las emisiones y efluentes) son normalmente más difíciles de aplicar por falta de información, capacidad tecnológica o administrativa, que los indirectos (impuestos, subsidios). Los instrumentos indirectos son especialmente efectivos cuando el monitoreo del nivel de contaminación y el control de cumplimiento son costosos.
Los instrumentos indirectos usualmente producen mayor efecto en algunos casos que en otros, o en algunos lugares que en otros, por lo cual en ciertas situaciones deben complementarse con otro tipo de regulaciones (P.ej., los vehículos de uso continuo – taxis, ómnibus – deben ser más “limpios” en su uso del combustible que la generalidad de los vehículos).
Otra distinción que puede hacerse a las medidas de intervención se relaciona con el hecho de que estén basadas en acciones sobre el sistema de precios (como los impuestos) o en limitaciones a la cantidad de polución producida (en los permisos negociables). Los instrumentos basados en precios son generalmente preferibles en los casos en que se sospecha que una subestimación en la estimación de los costos de reducción de la contaminación pueda generar controles demasiado estrictos, que conduzcan a una calidad ambiental demasiado alta.
Los instrumentos de regulación y control y los incentivos basados en el mercado pueden lograr teóricamente la misma calidad ambiental, pero los incentivos basados en el mercado son generalmente más eficientes en sus costos. Tietenberg – mencionado en [Eskeland y Jimenez, 1992] – realizó un análisis de nueve estudios en los cuales se establecieron IMs que fueron calibrados para alcanzar el mismo nivel ambiental que la aplicación de los correspondientes IRCs. En siete de estos estudios, la relación de costos obtenida fue de cuatro veces mayor para los IRCs que para los IMs, llegando en dos de ellos a ser de catorce veces mayor. Ambos esquemas son utilizados a veces en combinación, para obtener las ventajas de un sistema más flexible sin embarcarse en un esquema completo de IMs.
Generalmente los sistemas de administración y control constituyen el eslabón más débil en la cadena de esfuerzos necesaria para controlar la degradación del ambiente. Esta consideración es la que debe gobernar fundamentalmente el diseño de una política de preservación ambiental.
En principio hay dos tipos de costos que deben pagar los agentes contaminantes cuando se implementa una política de protección ambiental: el costo de reducir sus emisiones (mediante nuevos procesos o tecnologías de purificación) y los impuestos o cargos por las emisiones realizadas.
Es importante balancear el efecto de la política aplicada sobre ambos componentes, en base a las circunstancias particulares de cada caso, de manera de obtener el máximo beneficio social global. Por ejemplo, a través de la investigación y desarrollo (o una inversión en tecnología) una industria puede bajar el costo de reducción de emisiones, ganando simultáneamente en ambos aspectos. Este comportamiento continuará hasta que se iguale el costo marginal de reducción de emisiones con el valor del impuesto o cargo por emisión. Este juego es el que permite optimizar la asignación de recursos para la preservación ambiental.
Por otra parte, si los ingresos obtenidos a través de la aplicación de impuestos ambientales permiten reemplazar la aplicación de otros impuestos que sean distorsionantes de la economía, los impuestos ambientales tendrán un “valor de eficiencia” adicional. De igual forma, si en lugar de bajar o eliminar otros impuestos, los ingresos por impuestos ambientales se utilizan para realizar obras de infraestructura (por ejemplo sanitaria) también existirán beneficios adicionales.
Otra herramienta política que no debe olvidarse, pero que no se asimila a la categorización anterior es la adecuada asignación de derechos de propiedad en algunos de los recursos naturales sujetos a degradación. Esto está ligado al tema ya mencionado de la dificultad de preservación de los bienes de propiedad común.
Dentro del esquema general de la política fiscal deben tenerse en cuenta ciertos criterios iniciales de corrección de situaciones preexistentes, tales como eliminar los eventuales subsidios que puedan actuar sobre industrias o actividades contaminantes.
Un segundo criterio, luego de eliminados los posibles subsidios, es el de establecer las escalas de gravámenes de manera que las industrias contaminantes tengan impuestos superiores al promedio, como así también establecer impuestos ambientales a los energéticos.
Los impuestos disponibles son de dos tipos, los impuestos indirectos (desde el punto de vista ambiental) sobre insumos o productos contaminantes, y los impuestos al contenido (de elementos como el C, el S, etc.).
Los impuestos a la contaminación pueden tener diferentes criterios [Eskeland y Jimenez (1992)]:
* Gravar el daño generado, lo que permitiría diferenciar a los contaminadores de acuerdo al daño que producen por unidad de emisión. Este criterio no se ha aplicado todavía.
* Gravar las emisiones, sin considerar el daño. Este criterio es de más fácil aplicación, pero no da incentivos para la relocalización de industrias hacia zonas donde el daño al ambiente sería menor.
* Gravar los insumos y productos de actividades contaminantes. Más fácil aún que el anterior, pero falla en que no tiene incentivos para bajar la contaminación para un dado nivel de producción o uso.
* Gravar (o subsidiar) cierto equipamiento de actividades contaminantes (o de depuración). Provee un incentivo para reducir el nivel de contaminación, pero no contempla adecuadamente factores tales como el mantenimiento del equipo o aún la continuidad de su uso.
* Gravar complementos o subsidiar sustitutos. Esto se utiliza cuando la actividad contaminante no puede gravarse directamente, o como instrumento suplementario.
* Gravar los elementos no espontáneamente reciclados. Por ejemplo, los sistemas de reembolso de depósitos, en los que se cobra una “seña” al comprar cierto elemento (baterías, cubiertas) y se reembolsa al retornarlo a un sumidero adecuado.
Cuando no resulta posible o económico conocer el efecto contaminante de ciertos procesos productivos o de consumo, puede también recurrirse a gravar los principales insumos y/o productos de ese proceso.
La base apropiada para la fijación de los impuestos es el daño causado al ambiente o bien el volumen físico de las emisiones. El nivel del impuesto debe hacer que el precio del insumo que produce externalidades sea equivalente al costo marginal de producción más el valor incremental de la externalidad. Cuando no se puede internalizar completamente la externalidad, deberán hacerse ajustes adicionales en bienes sustitutos o complementarios.
Cuando los daños al ambiente no estén uniformemente distribuidos, deben establecerse instrumentos diferenciados (ya sean impuestos o subsidios). Por ejemplo los impuestos pueden variar por localidades para reflejar la relación entre las emisiones efectuadas por una industria y el daño infligido al ambiente en esas condiciones.
Otra posibilidad de impuestos de tipo indirecto aplicables a los insumos de los procesos de combustión, que es más selectivo con respecto al daño ambiental, es el establecimiento de impuestos al contenido físico de un elemento determinado en el combustible.
El impuesto, aplicado p.ej. en Escandinavia [Bruce y Ellis, 1993], se basa en tasar el contenido de carbono de un combustible fósil (teniendo en cuenta el efecto de calentamiento global del CO2), o bien su contenido de azufre (considerando el efecto de lluvia ácida). También el impuesto puede tomar en consideración la combinación de elementos que presenta un determinado combustible (p.ej. C+S). En otros casos se tiene en cuenta el valor energético del combustible (calorías), cualquiera que sea su naturaleza. Este tipo de impuesto al contenido calórico se encuentra en estudio en los EE.UU.
Política Crediticia
Diferentes aspectos de la preservación ambiental y de los recursos naturales pueden ser favorecidos mediante una oportuna política crediticia.
La necesaria readecuación industrial y de los prestadores de servicios para mejorar su eficiencia, adoptar nuevos procesos y tecnologías o simplemente cumplimentar las normas de contaminación instauradas, requiere de inversiones cuyo recupero es generalmente de mediano o largo plazo. Ejemplos claros de esto pueden ser el reequipamiento fabril, la incorporación de dispositivos de depuración, la relocalización de actividades, la implantación de nuevos métodos de cultivo o riego, etc.
El desarrollo, restauración o mejoramiento de los recursos naturales es también una tarea de largo aliento que usualmente involucra largos períodos de tiempo para su maduración. La forestación o reforestación, la ordenación y restauración de bosques nativos, el tratamiento de suelos degradados u otros ecosistemas dañados, son ejemplos de este tipo.
En ambas circunstancias, la disponibilidad de instrumentos crediticios apropiados puede impulsar una más rápida y amplia diseminación de las medidas de protección ambiental posibles, siendo incluso en algunos casos la única opción para que las mismas puedan materializarse. En este campo, la iniciativa privada debe proponer los esquemas necesarios para cada caso particular y el estado debe arbitrar los medios – incluyendo subsidios – para que los mismos puedan hacerse presentes en el mercado financiero.
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