Carlos Merenson

Robert Kennedy en 1968 se preguntaba: ¿Qué mide el Producto Bruto Interno? Y reflexionaba: No se interesa por la salud de nuestros niños, la calidad de su educación o la alegría de sus juegos. No incluye la belleza de nuestra poesía o la fortaleza de nuestras uniones, la inteligencia de nuestro debate público o la integridad de nuestros funcionarios públicos. No mide ni nuestro valor, ni nuestra sabiduría ni nuestra devoción a nuestro país. En pocas palabras, mide todo, excepto lo que hace que la vida valga la pena…

Difícilmente se pueda arribar a una síntesis tan brillante, referida a este perverso y disparatado indicador de la economía medible sobre el que se han edificado y edifican las fundamentales decisiones que rigen nuestras vidas. Obviamente, el PBI ajusta a una lógica disparatada: la del sistema-mundo capitalista, que lleva a considerar que es el crecimiento económico ilimitado el fin último de la vida humana. Productivismo, consumismo y fundamentalismo de mercado, ignorando los límites biosféricos, apuntalaron la hegemonía de un subsistema – la economía – que se arrogó la potestad de regir los destinos de los sistemas mayores: la sociedad humana y la biosfera. Tal lógica necesariamente requería de un indicador que midiera todo, menos lo que hace que la vida valga la pena.

Los modelos de desarrollo aplicados en Argentina desde 1880 hasta nuestros días, si bien respondieron a diferentes concepciones socio-políticas (conservadora, populista, desarrollista, neoliberal, neo-keynesiana) convergieron en un punto: todas ellas respondieron a una lógica productivista que imagina que el crecimiento económico ilimitado es posible y que solo mediante el crecimiento económico se remedian todos los males de la sociedad.

Con una visión economicista la regla de nuestro proceso de desarrollo fue el uso y abuso de nuestro capital natural. Nuestros recursos naturales, los ecosistemas, los bienes y servicios naturales jamás fueron valorados en las Cuentas Nacionales. Por el contrario, con la venta de los recursos naturales que se estaban degradando e incluso desapareciendo, mas se abultaba nuestro ingreso y mejoraba nuestro consumo.

Solo el autismo que caracteriza a la economía moderna puede llevar a imaginar que es posible un crecimiento y una prosperidad eterna basada en el agotamiento del capital natural. Guiados por la ilusoria idea de considerar que las diferentes formas de capital resultan mutuamente sustituibles nos despreocupamos por el ambiente, pensando que se cura solo y si no lo hace, lo “curamos” con nuestro ilimitado avance científico-técnico.

Lo cierto es que el sistema de cuentas nacionales no mide el nivel de nuestro bienestar, no representa un verdadero ingreso sostenible e impide el adecuado diseño de políticas y de toma de decisiones al desconocer cual es el máximo ingreso que puede sostenerse sin disminuir el capital natural.

Es así como nos enfrentamos con un verdadero despropósito. Mientras degradamos y perdemos nuestros bosques nativos, erosionamos los suelos y dilapidamos su fertilidad, contaminamos los acuíferos, llevamos al borde de la extinción nuestras pesquerías, perdemos nuestros humedales y nuestra diversidad biológica, lo cual es una brutalidad, nos alegramos hasta la euforia por la bonanza económica del muy “bruto” Producto Interno Bruto que conseguimos.

En el afán de copiar los “exitosos” modelos de desarrollo del mundo industrializado endiosamos un sistema de contabilidad nacional y de análisis macroeconómico que ignora completamente la base de nuestra economía que no es otra que nuestro acervo físico.

Cuando nos decidimos a promulgar una que otra ley de protección del ambiente, de los bosques o de los glaciares, no tarda mucho en llegar la racionalidad productivista para asegurarse que no se cumplan, no se apliquen o peor, se apliquen para alcanzar los objetivos inversos a los establecidos.

Sería entonces hora que, además de preocuparnos por disponer de estadísticas confiables, nos preocupáramos por debatir sobre nuestro muy bruto sistema de Cuentas Nacionales que sistemáticamente guía las decisiones hacia la insostenibilidad de nuestro proceso de desarrollo.