Luis Lafferriere (*)
Las graves consecuencias económicas y sociales provocadas por las inundaciones en la región del Litoral argentino no pueden comprenderse como efectos de meros fenómenos climáticos, ni deberían analizarse separadas del marco global del modelo productivo-destructivo vigente en el país y del sistema social predominante en todo el planeta.
Sin embargo, el intento de poder interpretar correctamente las causas de estos desastres y buscar los caminos para comenzar a revertirlos, no puede llevarse a cabo con las mismas lentes predominantes en nuestra cultura, del progreso indefinido y del hiperconsumismo desbordante. Estas lentes sólo nos permiten ver y sentir como si no hubiese nada tan importante en la vida que acumular bienes, comprar, tener y tirar, aunque para eso debamos destruir vínculos sociales, ambiente y vida, incluyendo las propias bases de sustentación de nuestra subsistencia.
Los seres humanos necesitamos satisfacer nuestras necesidades, y para ello debemos procurarnos diversos bienes que obtenemos de la naturaleza, a través del trabajo que realizamos. A ese proceso de producción y distribución esencial que realizamos socialmente le llamamos actividad económica. Al hacerlo, extraemos una variedad de recursos y a la vez arrojamos desechos y residuos, que poco a poco van alterando las condiciones ambientales que posibilitan la supervivencia.
Pero sucede que la dinámica que rige el proceso económico en la sociedad capitalista (forma de organización que actualmente regula la convivencia de casi toda la humanidad) está guiada por reglas de juego y prioridades que ponen como ejes centrales la búsqueda de la máxima ganancia y del máximo crecimiento posible, lo cual significa que otras consideraciones mucho más importantes se subordinan a ellos.
Este funcionamiento, a medida que se va expandiendo por todo el mundo, va a provocar impactos cada vez más fuertes por su magnitud y velocidad. La tasa de extracción de recurso y de generación de desechos se multiplica hasta llegar a superar las posibilidades que tiene la naturaleza de soportar esas actividades destructivas. Comienzan a ser escasos muchos bienes que son indispensables para la vida, a la vez que se va degradando el ambiente en el que los seres humanos pudimos vivir durante decenas de miles de años.
Para desarrollar ese proceso demencial hemos contado con el apoyo de los avances científicos y tecnológicos, además del invalorable, insustituible (e irrepetible) aporte de los combustibles fósiles (carbón, gas y petróleo). El conocimiento fue poniéndose al servicio de la necesidad permanente de la máxima rentabilidad y del máximo crecimiento posibles, y en apenas un siglo se ha dilapidado gran parte de las reservas energéticas de hidrocarburos que llevaron cientos de millones de años para su formación.
Pero ahora es la misma ciencia (el consenso científico predominante en todo el mundo) la que nos advierte que existen límites precisos que el planeta nos pone al afán de crecimiento infinito, y que ya estamos superando de manera peligrosa. La huella ecológica, que nos indica “el área de tierra o agua ecológicamente productivos (cultivos, pastos, bosques o ecosistemas acuáticos) e idealmente también el volumen de aire, necesarios para generar recursos y además para asimilar los residuos producidos por cada población determinada de acuerdo a su modo de vida, de forma indefinida”, es una medida aproximada del impacto de nuestra actividad sobre el ambiente. Y a nivel planetario esa huella ecológica es negativa desde la década del ’80 del siglo XX.
Eso significa que ya superamos la capacidad de la Tierra para soportar nuestra actividad, y hoy esa huella ha llegado al 150%. Por lo tanto, estamos necesitando un planeta y medio para vivir, pero como sólo tenemos un planeta, debemos reducir drásticamente nuestra agresiva actividad económica si deseamos poder vivir mucho tiempo más en él. Pero lo grave del caso es que, a pesar de los alarmantes llamados de la ciencia ante esta marcha hacia el abismo, en lugar de pensar en modificar nuestra forma depredadora de producir y adaptarla a la finitud de los recursos disponibles, buscamos los modos de potenciar al máximo el crecimiento, profundizando la depredación.
Uno de los límites que estamos superando es la emisión de gases de efecto invernadero, que alcanza tal magnitud que está elevando la temperatura media del planeta en un cortísimo plazo histórico, y que en la medida que no se revierta de manera sustancial y urgente puede llevarnos a colapsos climáticos devastadores. Ya estamos viviendo los primeros síntomas, que se evidencian en lo que consideramos catástrofes naturales, pero que sin duda han sido originadas por la actividad humana.
A este problema se suman muchos otros, como los vinculados con la dilapidación de las reservas de combustibles fósiles, que además de agravar el calentamiento global nos ponen ante un escenario de gradual agotamiento (sin un plan B que pueda reemplazarlos para sostener el mismo modelo hiperconsumista actual); o la contaminación de las fuentes de agua potable indispensable para la vida humana y para la producción de alimentos; o la extinción masiva de especies vegetales y animales y la pérdida alarmante de la biodiversidad, gran parte de la cual también es necesaria para los seres humanos.
En el marco de este panorama preocupante, en las últimas décadas asistimos a una fuerte reestructuración de la economía mundial, protagonizada por las más grandes corporaciones transnacionales, que en la búsqueda incesante de la máxima ganancia han avanzado sobre la sustentabilidad de los recursos, destruyendo ecosistemas y provocando crisis de magnitud de todo orden (social, alimentaria, energética, laboral, etc). Muy fuerte ha sido el impacto en el sistema alimentario mundial, que ha sido reorganizado sobre la base de la producción masiva de monocultivos transgénicos, que posibilitan una rentabilidad gigantesca a algunos poderosos actores que controlan el sector, pero llevan a situaciones críticas a millones de productores a la vez que afectando negativamente y de múltiples formas al ambiente y a las sociedades donde se desarrollan.
Aunque el argumento para apoyar con políticas públicas y vastos recursos a este proceso de agricultura industrial y agronegocios con fuerte incorporación de tecnología es que contribuye a solucionar el hambre en el mundo, la población que no alcanza a los recursos mínimos para alimentarse supera las dos mil millones de personas según la FAO. Y ante ese escenario alarmante, el propio Relator de las Naciones Unidas por la Alimentación ha informado en distintos documentos que es la pequeña agricultura campesina la que se encuentra en mejores condiciones de aportar para solucionar el hambre en el mundo, a la vez que contribuir mucho mejor ante el calentamiento global.
En nuestro país, uno de los sectores que más ha contribuido al crecimiento económico en lo que va del siglo XXI ha sido precisamente el de los agronegocios, es decir, la producción a gran escala de transgénicos con uso masivo de agrotóxicos. Pero no se miden correctamente los efectos no deseados (llamadas ‘externalidades negativas’) que provocan con su actividad, y que de calcularse correctamente llevarían a resultados globalmente negativos para la sociedad y el ambiente. El suelo fértil que se pierde con los nutrientes que no se reponen y la vida de los microorganismos que se destruye. La contaminación masiva de los acuíferos y del aire con la aplicación de cientos de millones de litros de químicos en gran parte del territorio nacional. El uso creciente de petróleo a todo el largo de la cadena, desde la producción primaria hasta llegar al consumo a miles de kilómetros. La destrucción de la diversidad productiva ante el avance del monocultivo. El desmonte y la pérdida de bosques nativos, que deja la tierra desprotegida. Los suelos compactados que ya no absorben el agua de las precipitaciones, y el peligroso incremento de las napas freáticas coincidentes con la zona de expansión del monocultivo de la soja. Estos son sólo algunos de esos defectos no deseados, que no se consideran en los números micros y macros de la contabilidad del sector. Y todo eso sin mencionar lo más grave de ese proceso, que es el impacto sobre la salud de los millones de seres humanos que habitan en la extendida zona de aplicación de ese modelo en la Argentina.
Sin embargo, las consecuencias no terminan ahí. La expulsión de la población del campo hacia los barrios periféricos de las grandes ciudades, se asienta muchas veces en zonas inundables. La contratara de ello es la especulación inmobiliaria con la construcción de barrios privados, countries y múltiples obras que destruyen los humedales y obstruyen el curso de los ríos y arroyos, y las nuevas zonas que se inundan a causa de obras muchas veces ilegales, que pululan ante la incapacidad (cuando no la complicidad) de las políticas públicas y el accionar de los funcionarios de las áreas involucradas.
Son tantos los factores que van sumando a esta especie de ‘tormenta perfecta’, que es complicado atribuir con certeza las causas específicas que originan las inundaciones que soportan estoicamente los habitantes de los territorios afectados. De lo que no queda ninguna duda es acerca de la responsabilidad central del modelo insustentable de producción-destrucción que se ha ido imponiendo en el país, donde sólo se muestra la cara amigable de las divisas que genera y las riquezas que permite, pero que oculta debajo de la alfombra los terribles efectos negativos en términos sociales y ambientales; y más peligroso aún, impide mirar el futuro más allá del corto plazo, que no puede anticipar otra cosa que más o peor de lo mismo. Seguir así sería una conducta suicida, sabiendo de antemano hacia dónde nos conduce este camino.
Si en cambio aspiramos a cambiar el rumbo de esta sociedad sin futuro, aprovechando las múltiples oportunidades que se nos presentan sobre la base de una población relativamente reducida con grandes capacidades productivas y un territorio de enormes riquezas, no podemos seguir haciendo lo mismo. Debemos tomar las enseñanzas de la ciencia y la técnica y ponerlas al servicio de las necesidades de la gente, aprender de las sabias experiencias de muchos pueblos que están buscando nuevos senderos de desarrollo.
Reemplazando las relaciones de competencia feroz por la cooperación y los vínculos de solidaridad. Poniendo la economía como un medio para lograr mejorar la calidad de vida del conjunto, y no sacrificar a los seres humanos al servicio del proceso demencial de la acumulación de riquezas de unos pocos. Procurando en un proceso de transición alcanzar la soberanía alimentaria, la autonomía energética, la producción diversificada y de proximidad, y el mayor valor agregado en origen. Y fundamentalmente, apostar a un profundo cambio cultural que priorice las relaciones armoniosas, para que podamos vivir en armonía con nosotros mismos, entre los seres humanos y con la naturaleza de la cual formamos parte.
(*) Docente universitario de economía política. Miembro de la Junta Abya Yala por los Pueblos Libres, del movimiento por Entre Ríos Libre de Fracking, del Frente de Lucha por la Soberanía Alimentaria Argentina.