Guillermo BALIÑA

A toda hora los (pseudo)economistas nos llenan la cabeza con la cadena de valor y la importancia del valor agregado.

Pongamos por caso las bebidas.

No hay nada más saludable que beber agua directamente de un río saludable.

Claro que si contaminamos el río comienza “la cadena de valor”.

El paso siguiente será construir una planta potabilizadora.

Aún así los defensores del libre mercado dirán que es mucho mejor un sistema privado de distribución de agua envasada en botellones plásticos -que aumenta el consumo de petróleo o algún derivado-, lo cual agrega indudablemente valor a la endiosada cadena, reforzada por una conveniente campaña publicitaria que agrega muchísimo más valor.

Desde luego que la naturaleza se las arregla para proporcionarnos también agua combinada con complejos vitamínicos saborizados en muy convenientes envases biodegradables (llamados “cáscaras”) como las naranjas, uvas, peras, manzanas y gran cantidad de frutas, las cuales se encuentran a disposición en infinidad de regiones del planeta y de una enorme cantidad de personas si es que disponen de un no tan importante espacio en su jardín.

¡Pero no! La innovación tecnológica se las arregla para mejorar a la sabia naturaleza y agregar valor a la cadena. Mucho mejor es exprimir las frutas, adicionarles múltiples sustancias conservantes – de cualquier cosa menos del medio ambiente- e introducirlas en bellísimos envases …. ¡plásticos!

Pero el desiderátum de la cadena de valor en cuanto a bebidas lo proporcionan las bebidas “colas”. Nada mejor que una fórmula secreta combinada con mucho gas y mucha -pero muchísima- azúcar. Nuevamente no podían faltar montañas de publicidad. Pero esto no es todo. La exquisita cadena de valor debe ser amplificada hasta el paroxismo, alterando el metabolismo de los consumidores hasta arruinar su salud (diabetes por caso) Esto no deberá tomarse como un problema sino como un bendito eslabón más de la condena de valor ( ¡qué embrollo! ¿era cadena o condena?) que dará intervención a la legión de los Mengueles arreglatutti (léase industria farmacéutica y afines)

Pasemos de las bebidas al transporte

Qué duda cabe que la cadena de valor está íntimamente asociada el concepto de complejidad, cuanto más complejo el proceso, más valor a la cadena.

Para desplazarse de un punto a otro de la ciudad nada más expeditivo, simple y saludable que una refrescante caminata. ¡Pero otra vez no! La simplicidad es desmoralizadora. Mejor construir algún ingenioso artefacto integrado por decenas de miles de piezas  -cosa de seguir agrediendo al medio ambiente-, un auto por caso. Aquí se alcanza la apoteosis de la cadena de valor y permite alcanzar el súmmum del desplazamiento. Aunque tal vez no tanto. La velocidad promedio de estos ingenios de cuatro ruedas en algunas megaciudades ronda los ocho kilómetros horarios, velocidad notablemente superior –qué duda cabe- a los cuatro o cinco kilómetros horarios de velocidad de cualquier transeúnte saludable.

No nos extenderemos demasiado en el asunto, cadenas de valor como las del cigarrillo o la del complejo militar industrial –y tantas otras- con solo mencionarlas nos eximen de mayores comentarios.

Las extensas cadenas de valor necesariamente requieren de un aumento exponencial de consumo de energía lo cual inexorablemente termina degradando el medio social y ambiental. La conclusión es evidente: necesitamos cadenas de valor lo más cortas posibles y sólo de productos estrictamente necesarios para un buen vivir.

Pasemos cuanto antes de la cadena de (dis)valor con sus nefastos eslabones de egoísmo, usura, de la complejidad, del lucro, de la velocidad, del sálvese quien pueda, de la competencia, de Wall Street y del libre mercado; a la cadena de la solidaridad, de la sustentabilidad, de la simplicidad voluntaria, de la gratuidad, de la parsimonia, del bien común, de la cooperación y de la conservación del Matto Grosso.

¿Qué pasar de una a otra es difícil? ¡claro que es difícil!

Se requiere de mucho valor.