Wendell Berry
Hemos fundado la sociedad actual en suposiciones delirantes de ilimitación. Nuestra fe nacional es una especie de industrialismo autista. Esto necesariamente conduce a violencia, despilfarro, guerra y destrucción ilimitados. Ahora, nuestra gran necesidad es la de la ciencia y la tecnología de los límites. Los límites serían los contextos aceptados de lugares, comunidades y barrios, tanto naturales como humanos. Para hacer nuestros paisajes económicos sostenibles y abundantemente productivos, tenemos que mantener en ellos una complejidad formal viviente semejante a la de los ecosistemas naturales. Sólo podemos hacer esto elevando al más alto nivel nuestro dominio del arte de la agricultura, la ganadería, y la silvicultura, en definitiva, del arte de vivir.
Wendell Berry es un poeta, novelista, ensayista, conservacionista, filósofo, visionario, y agricultor norteamericano. Sus libros incluyen “The Unsettling of América”, “Jayber Crow, Life is a Miracle”, “The Mad Farmer Poems”, y “Bringing it to the Table: On Farming and Food”. Es miembro electo de la Fellowship of Southern Writers, y recibió The National Humanities Medal, entre muchos otros honores.
La reacción general al aparente final de la era del combustible fósil barato, como a la de otras reducciones fácilmente previsibles, ha sido la de retrasar cualquier tipo de ajuste de cuentas. Las estrategias de demora, hasta ahora, han sido una especie de olvido voluntario, o visiones de grandes ganancias para los fabricantes de «biocombustibles» tales como el etanol del maíz o de mijo, o la familiar fe acientífica de que «la ciencia encontrará una respuesta». La respuesta dominante, en definitiva, es una creencia tenaz en que lo que llamamos el Modo de Vida Americano resultará de alguna manera indestructible. Seguiremos consumiendo, gastando, desperdiciando y conduciendo como siempre, cueste lo que cueste a todo y a todos, menos a nosotros mismos.
Esta creencia siempre fue indefendible -los verdaderos nombres del calentamiento global son despilfarro y codicia- y llegado a este punto es manifiestamente tonta. Pero a esta escala la estupidez se ve inquietantemente como una especie de locura nacional. Pareciera que todos hubiésemos llegado a un delirio colectivo de grandeza, insistiendo en que somos «libres» de ser tan conspicuamente codiciosos e inútiles como el más corrupto de los reyes y reinas. (Tal vez dedicando más y más de nuestra ya abusada tierra de cultivo para la producción de agrocombustible, por fin nos curemos de la obesidad y nos convirtamos en esqueletos a la moda, hambrientos pero -¡gracias a Dios!- todavía conduciendo un vehículo.)
Nuestro problema no es sólo el derroche pródigo, sino también una asumida ilimitación. Hemos oscurecido la cuestión negándonos a ver que lo ilimitado es un rasgo de los dioses. Insistentemente, y con alivio, nos hemos definido como animales o como animales superiores. Pero definirnos como animales, teniendo en cuenta nuestras capacidades y deseos específicamente humanos, es definirnos como animales ilimitados-lo que por supuesto es una contradicción. Cualquier definición es un límite, razón por la cual el Dios del Éxodo se niega a definirse a Sí Mismo: “Yo soy el que soy».
Así también, el que hayamos fundado nuestra sociedad actual en suposiciones delirantes de ilimitación es bastante fácil de demostrar. Una reciente «cumbre» en Louisville, Kentucky, fue llamada: Energía Desenfrenada: La Industrialización de los Recursos Energéticos de Kentucky. Sus temas eran «generación de carbón limpio, biocombustibles, y otras aplicaciones de vanguardia», la conversión de carbón a combustibles líquidos, y la posibilidad de que todo esto sea ambientalmente amigable. Estos deseos, los cuales pueden crear puestos de trabajo y estimular la seguridad nacional, serán apoyadas por garantías de préstamos, créditos fiscales por inversiones y otros beneficios impositivos del gobierno. Identificamos esta forma de hablar como completamente convencional. Es, de hecho, una sarta de clichés actuales en la lengua común de promotores, políticos y periodistas. Este lenguaje no admite ningún cálculo o especulación en cuanto a la bondad neta de cualquier propuesta. Todo el artilugio de la Energía Desenfrenada está sostenido únicamente por el optimismo de rutina: Estados Unidos tiene 250 millones de toneladas de reservas recuperables de carbón- suficientes para durar cien años incluso duplicando la tasa de consumo actual. Los seres humanos hemos habitado la tierra desde hace miles de años, ¿y ahora miramos hacia adelante para sobrevivir cien años más, si duplicamos el consumo de carbón? ¿De esto se trata la seguridad nacional? El incendio final del mundo en manos del fundamentalismo industrial puede ya estar ardiendo en nuestros hornos y motores, pero si va a arder durante cien años más, entonces estará bien. Por cierto, ¡sería mejor intentar contenerlo sin más rodeos y finalmente apagarlo! Pero una vez que la codicia se ha tornado una motivación honorable, usted tiene una economía sin límites. No tiene lugar para la templanza o la frugalidad o la ley ecológica de retorno. Hará cualquier cosa. Es monstruosa por definición.
De acuerdo con nuestro consumismo desenfrenado, la base comúnmente aceptada de nuestra economía es la supuesta posibilidad de crecimiento ilimitado, deseos ilimitados, riqueza ilimitada, recursos naturales ilimitados, energía ilimitada, y deuda ilimitada. La idea de una economía sin límites implica y requiere una doctrina de la ilimitación humana en general: Todos tienen derecho a trabajar sin límite por lo que sea que conciban como algo deseable – licencia que clasifica juntos al capitalista cristiano más exaltado con el más humilde pornógrafo.
Esta fantasía de ilimitación quizá surgió de la coincidencia de la Revolución Industrial con los repentinos recursos explotables del Nuevo Mundo-aunque no es claro cómo la supuesta ilimitación de recursos pueda ser conciliada con su agotamiento. O tal vez venga de la aprehensión hacia la pequeñez del mundo, hecha posible por la astronomía moderna y el transporte de alta velocidad. El miedo a la pequeñez de nuestro mundo y su vida puede dar lugar a una especie de claustrofobia y de allí, con aparente sensatez, a desear la «libertad» de la ilimitación. Pero este deseo, paradójicamente, reduce todo. La vida de este mundo es pequeña para los que piensan que lo es, y el deseo de agrandarla hace que sea más pequeña, y finalmente puede reducirla a nada.
Como sea que haya surgido, este credo de ilimitación claramente implica un deseo no sólo por las posesiones ilimitadas, sino también por el conocimiento sin límites, la ciencia sin límites, la tecnología sin límites y el progreso sin límites. Y, necesariamente, ha de conducir a la violencia, el despilfarro, la guerra y la destrucción sin límites. Que finalmente debería producir un culto supremo a la política sin límites es sólo una cuestión de lógica loca.
La normalización de la doctrina de lo ilimitado produjo una especie de minimalismo moral: el deseo de ser eficiente a toda costa, de no estar comprometido por la complejidad. La reducción al mínimo de la buena vecindad, el respeto, la reverencia, la responsabilidad, la rendición de cuentas y la auto-subordinación, es la cultura de la cual nuestros líderes y héroes actuales son los niños mimados.
Hasta ahora, nuestra fe nacional ha sido: Siempre hay más. Nuestra verdadera religión es una especie de industrialismo autista. Ahora las personas con inteligencia y habilidad parecen estar genuinamente avergonzadas por cualquier solución a cualquier problema que no implique alta tecnología, un gran gasto de energía, o una gran máquina. Así, una X marcada en una boleta de papel ya no cumple con nuestra idea de votación. Un problema con este estado de cosas es que el trabajo que ahora más se necesita hacer – aquel de buena vecindad y cuidado – no puede hacerse por control remoto, ni con el mayor poder, ni en la mayor escala. Un segundo problema es que la fantasía económica de la ilimitación en un mundo limitado pone temiblemente en tela de juicio el valor de nuestra riqueza monetaria, la cual no es una representación fiable de la verdadera riqueza de la tierra, los recursos y la mano de obra, sino que los desperdicia y agota.
Que la ilimitación humana sea una fantasía significa, obviamente, que su esperanza de vida es limitada. En la actualidad existe una creciente percepción, y no sólo entre unos pocos expertos, de que estamos entrando en una época de límites ineludibles. No es probable que se nos conceda otro mundo para saquear en compensación por nuestro pillaje de éste. Tampoco somos propensos a creer mucho más en nuestra capacidad de superar, por medio de la ciencia y la tecnología, nuestra estupidez económica. La esperanza de que podamos curar las enfermedades de la industrialización con la homeopatía de más tecnología parece finalmente estar perdiendo status. En definitiva, estamos siendo sometidos a presiones para comprendernos como criaturas limitadas en un mundo limitado.
Esta limitación, sin embargo, no es la condena que parece ser. Por el contrario, nos devuelve a nuestra condición real y a nuestro patrimonio humano, de los cuales nuestra autodefinición como animales ilimitados nos apartó durante demasiado tiempo. Todas las tradiciones culturales y religiosas que yo conozco, mientras reconocen plenamente nuestra naturaleza animal, nos definen específicamente como seres humanos – esto es, como animales (si la palabra todavía se aplica) capaces de vivir no sólo dentro de límites naturales, sino también dentro de límites culturales, auto-impuestos. Como criaturas terrenales vivimos, porque debemos hacerlo, dentro de límites naturales, que podemos describir con nombres tales como Tierra o ecosistema o cuenca o lugar. Pero como seres humanos, podemos elegir responder a este necesario emplazamiento mediante las auto-restricciones implicadas en la vecindad, la administración, la frugalidad, la templanza, la generosidad, el cuidado, la amabilidad, la amistad, la lealtad y el amor.
En nuestro egoísmo sin límites, hemos tratado de definir la libertad, por ejemplo, como un escape de toda restricción. Pero, como mi amigo Bert Hornback ha explicado en su libro The Wisdom in Words, libre está etimológicamente relacionada con amigo*. Estas palabras proceden de la misma raíz indoeuropea, que tiene el sentido de querido o amado. Elegimos a nuestros amigos por nuestro amor por ellos, con las restricciones implícitas de fidelidad o lealtad. Y esto sugiere que nuestra identidad no se encuentra en el impulso del individualismo sino en el mantenimiento deliberado de conexiones.
Se refiere al inglés Free (libre) y Friend (amigo)
Pensando en nuestra situación, he sido enviado nuevamente a Christopher Marlowe y su Tragical History of Doctor Faustus. Se trata de una obra de teatro del Renacimiento. Fausto, un hombre de ciencia, anhela poseer todos los tesoros de la Naturaleza, para Desvalijar el océano…/ Y revisar todos los rincones del mundo recién descubierto…. Para saciar su sed de conocimiento y poder, él vende su alma a Lucifer, recibiendo en compensación por veinticuatro años, los servicios del sub-diablo Mefistófeles, nominalmente esclavo de Fausto, pero en realidad su amo. Teniendo el tema de la ausencia de límites en mente, me sorprendió en esta lectura la descripción que Mefistófeles hace del infierno. Cuando Fausto le pregunta: ¿Cómo puede ser entonces que tú has salido del infierno? Mefistófeles responde: Pues éste es el infierno, ni yo estoy fuera de él. Y unas páginas más adelante, explica:
El infierno no tiene límites, ni está circunscrito,
En el lugar de uno mismo, donde estamos nosotros [los condenados] es el infierno,
Y donde está el infierno debemos siempre estar.
Para aquellos que rechazan el cielo, el infierno está en todas partes, y por lo tanto es ilimitado. Para ellos, siquiera la idea del cielo es el infierno.
Lo único apropiado, entonces, es que Mefistófeles rechace cualquier límite convencional: Vamos, Fausto, el matrimonio no es más que un juguete ceremonial. Si tú me amas, no lo pienses más. Continuando con este tema, para el placer de Fausto, los demonios presentan una especie de desfile de los siete pecados capitales, tres de los cuales -Orgullo, Ira y Gula- se describen a sí mismos como huérfanos, desdeñando las restricciones del amor paternal o filial.
Unos setenta años más tarde, y con la cuestión de la definición humana más que nunca en duda, John Milton en el libro VII de Paradise Lost vuelve nuevamente sobre la consideración de nuestra necesidad de saber. Al pedido de Adán de que se le relate la historia de la creación, el afable arcángel Rafael acuerda «para responder a tu deseo / de conocimiento dentro de ciertos límites [la cursiva es mía]…, explicando que
El conocimiento es como la comida, y no requiere menos
Moderación sobre el apetito, para saber
La medida de lo que la mente bien podría contener;
Sino oprime por hartazgo, y pronto torna
La sabiduría en locura, como nutrimento para el viento.
Rafael está diciendo, con circunlocución angelical, que el conocimiento sin sabiduría, el conocimiento ilimitado, no vale un pedo; él no es un arcángel sin sentido del humor. Pero también dice que el conocimiento sin medida, el conocimiento que la mente humana no puede utilizar adecuadamente, es mortalmente peligroso.
Soy muy consciente de que me arriesgo al traer este lenguaje de la religión a lo que normalmente es una discusión científica. Lo hago porque dudo de que podamos definir adecuadamente nuestros problemas presentes, y mucho menos resolverlos, sin recurrir de alguna manera a nuestro patrimonio cultural. Estamos, después de todo, tratando ahora de hacer frente al fracaso de científicos, técnicos y políticos para idear una versión de permanencia humana que sea económicamente probable y ecológicamente responsable, o tal vez siquiera imaginable. Si nos remontamos a nuestra tradición, vamos a encontrar con la religión una inquietud, que como mínimo destroza el contexto egoísta de la vida individual, y por lo tanto obliga a una consideración de lo que los seres humanos son y deberían ser.
Esta inquietud persiste por lo menos hasta nuestra Declaración de Independencia, que sostiene como auto-evidente, que todos los hombres son creados iguales, que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables… Así, entre nuestras raíces políticas todavía tenemos nuestra vieja preocupación con nuestra definición como seres humanos, la cual en la Declaración es sabiamente asignada a nuestro Creador; nuestros derechos y los derechos de todos los seres humanos no son concedidos por un gobierno humano sino que son innatos, nos pertenecen por nacimiento. Esta insistencia no proviene del miedo a la muerte, o incluso a la extinción, sino del miedo ancestral de que, para sobrevivir, llegáramos a tornarnos inhumanos o monstruosos.
Y así nuestra tradición cultural es en gran medida el registro de nuestro continuo esfuerzo por comprendernos a nosotros mismos como seres específicamente humanos: es decir que, como seres humanos, debemos hacer ciertas cosas y debemos no hacer ciertas cosas. Tenemos que tener límites o vamos a dejar de existir como seres humanos; tal vez dejar de existir, y punto. A veces, por ejemplo, algunos seres humanos han pensado que los seres humanos propiamente dichos, no hacen la guerra contra la población civil, o no mantienen a los prisioneros sin un juicio justo, o no utilizan la tortura bajo ningún concepto.
Algunos aspirantes a seres humanos han pensado también que no deberíamos ser libres a costa de nadie. Y sin embargo, en la frase libre mercado, la palabra libre ha llegado a significar el poder económico ilimitado para algunos, con la consecuencia necesaria de la falta de poder económico para los demás. Hace varios años, después de haber hablado en una reunión, dos veterinarios serios y jóvenes, obviamente preocupados, se me acercaron con una pregunta: ¿Cómo podían ejercer la medicina veterinaria sin graves perjuicios económicos a los agricultores que eran sus clientes? Detrás de su pregunta estaba el hecho de que durante mucho tiempo la ayuda veterinaria por una oveja o un cerdo fue probablemente más costosa que el animal. Tuve que responder que, en mi opinión, mientras su práctica se basara principalmente en la venta de medicamentos patentados no tenían ninguna opción, ya que el mercado de las drogas medicinales estaba enteramente controlado por las compañías farmacéuticas, mientras que la mayoría de los granjeros no tenían ningún control sobre el mercado de productos agrícolas. Mis interrogadores, en efecto, estaban preguntando si una economía depredadora puede tener un resultado benéfico. La respuesta muy a menudo es NO. Y esto es porque hay una discontinuidad absoluta entre la economía del vendedor de medicamentos y la economía del comprador, como la hay en la industria de la salud en su conjunto. Tenemos que suponer que la industria farmacéutica está interesada en la supervivencia de los pacientes, porque los pacientes que sobrevivan continuarán consumiendo drogas.
Consideremos ahora un ejemplo contrario. Recientemente, en otra reunión, hablé un rato con un hombre mayor, granjero de Nebraska, algunos dirían que pasado de moda. Incapaz de trabajar más tiempo por sí mismo, había alquilado sus tierras a un agricultor más joven sobre la base de lo que llamó participación de cultivo, en lugar del pago de un precio o deuda por adelantado. Entonces, como el viejo granjero dijo de su inquilino: Si él tiene un buen año, tengo un buen año. Si él tiene un mal año, tengo uno malo. Esto es lo que yo llamaría la economía de la comunidad. Se trata de compartir la suerte. Asegura una continuidad económica y un interés común entre los dos socios en el comercio. Esto está lo más alejado posible de la economía en la que los veterinarios jóvenes estaban atrapados, en la que los poderosos son ilimitadamente libres para el comercio, con la desventaja, y en última instancia la ruina, de los que no tienen poder.
Es a esta economía destructiva de la comunidad a la que, consciente o inconscientemente, han servido la mayoría de los científicos y técnicos durante los últimos doscientos años. Estos científicos y técnicos se han justificado a sí mismos con la proposición de que ellos son la vanguardia del progreso, ampliando el conocimiento y el poder humano, y de esta manera se idealizaron a sí mismos y a las empresas depredadoras a las que han servido.
Como consecuencia, ahora tenemos una enorme necesidad de ciencias y tecnologías de los límites, de la domesticidad, de lo que Wes Jackson, del Instituto de Tierras en Salina, Kansas, ha llamado el regreso a casa. Éstas serían ciencias y tecnologías específicamente humanas, trabajando dentro de límites auto-impuestos, como los mejores seres humanos siempre han trabajado. Los límites serían los contextos aceptados de lugares, comunidades y vecindarios, tanto naturales como humanos.
Sé que la idea de tales limitaciones horrorizará a algunas personas, tal vez a la mayoría de las personas, ya que por largo tiempo nos hemos alentado para sentirnos cómodos al filo del conocimiento y el poder, o en alguna frontera de la experiencia humana. Pero sé también que ahora estamos hablando en presencia de muchas evidencias de que el progreso mediante la expansión hacia el exterior puede ya no ser una buena idea, si es que alguna vez lo fue. No fue una buena idea para los agricultores que usaran como garantía acres de cultivo para comprar más durante la década de 1970. Esto ha sido trágicamente demostrado como una mala idea en una serie de guerras recientes. Si esto es una buena idea en la forma de gigantismo corporativo, entonces debemos preguntarnos: ¿Para quién? Fausto, que quiere todo el conocimiento y todo el mundo para sí mismo, es un hombre sumamente solitario y finalmente condenado. No creo que Marlowe estuviera bromeando. No creo que Satanás esté bromeando cuando dice en Paradise Lost: Yo mismo soy el Infierno.
Si la idea de una adecuada limitación parece inaceptable para nosotros, puede deberse a que, al igual que el Fausto de Marlowe y el Satán de Milton, confundimos límites con confinamiento. Pero esto, como creo que Marlowe y Milton y otros estaban tratando de decirnos, es un error enorme y potencialmente fatal. La falla de Satán, como Milton quizá con alguna simpatía lo entendía, fue precisamente que no pudo tolerar su adecuada limitación; que no podía subordinarse a nada en absoluto. El error de Fausto fue su falta de voluntad para permanecer Fausto, y hombre. En nuestra era no es raro encontrar a escritores, críticos y profesores de literatura, así como a científicos y técnicos, que consideren como saludable y heroica la rebeldía de Satanás y de Fausto.
Por el contrario, nuestros límites humanos y terrenales, bien entendidos, no son confinamientos sino incentivos para la elaboración y elegancia formal, la plenitud de la relación y el significado. Tal vez nuestra pérdida cultural más grave en los últimos siglos, es el conocimiento de que algunas cosas, aunque limitadas, son inagotables. Un ecosistema, por ejemplo, incluso un bosque o una granja laboreados, siempre y cuando permanezca ecológicamente intacto, es inagotable. Un lugar pequeño, como sé por experiencia propia, puede ofrecer oportunidades para trabajar y aprender, y un fondo de belleza, solaz y placer –además de dificultades-, que no puede agotarse en el tiempo de una vida o en generaciones.
Para recuperarnos de nuestra enfermedad de ilimitación, vamos a tener que renunciar a la idea de que tenemos derecho a ser animales divinos, de que somos potencialmente omniscientes y omnipotentes, listos para descubrir el secreto del universo. Vamos a tener que empezar otra vez, con una premisa diferente y mucho más antigua: la naturalidad y, por ser criaturas de inteligencia limitada, la necesidad de límites. Tenemos que aprender de nuevo a preguntarnos cómo podemos sacar el máximo provecho de lo que somos, de lo que tenemos, de lo que nos fue dado. Si siempre tenemos un sustituto teóricamente mejor disponible de alguien o de algún otro lugar, nunca vamos a sacar el máximo provecho de nada. Es difícil sacar el máximo provecho de una vida. Si cada uno de nosotros tuviésemos dos vidas, no haríamos mucho de ninguna. O, como uno de mis mejores maestros dijo de la gente en general: Ellos nunca valdrán un centavo mientras tengan dos opciones.
Para hacer frente a los problemas, que después de todo son ineludibles, de vivir con inteligencia limitada en un mundo limitado, sugiero que tal vez tengamos que remover parte del énfasis que últimamente pusimos en la ciencia y la tecnología y tener una nueva mirada a las artes. Ya que el arte no se propone ampliarse a sí mismo a una extensión ilimitada, sino más bien enriquecerse dentro de los límites que son aceptados con anterioridad a la obra.
Son los artistas, no los científicos, los que han tratado incesantemente con el problema de los límites. Una pintura, por muy grande que sea, debe finalmente estar delimitada por un marco o una pared. Un compositor o autor debe contar, como mínimo, con la capacidad de una audiencia de quedarse quieta y prestar atención. Una historia, una vez iniciada, debe terminar en algún lugar dentro de los límites de la memoria del escritor y del lector. Y por supuesto, el arte impone característicamente límites que son artificiales: los cinco actos de una obra de teatro, o los catorce versos de un soneto. Dentro de estos límites los artistas alcanzan patrones elaborados, sosteniendo las relaciones de las partes entre sí y con el todo, que pueden ser asombrosamente complejas. Y probablemente la mayoría de nosotros puede nombrar a una pintura, una pieza de música, un poema, una obra de teatro o una historia que sigue creciendo en su significado y se mantiene fresca después de muchos años de familiaridad.
Por el momento sabemos que un ecosistema natural sobrevive por el mismo tipo de complejidad formal, en constante cambio, inagotable, y sin duda finalmente incognoscible. Además, sabemos que si queremos hacer nuestros paisajes económicos sostenibles y abundantemente productivos, debemos hacerlo manteniendo en ellos una complejidad viviente formal similar a la de los ecosistemas naturales. Sólo podemos hacer esto elevando al más alto nivel nuestro dominio de las artes de la agricultura, la ganadería, la silvicultura y, en definitiva, del arte de vivir.
Es cierto que, en la medida en que los experimentos científicos deben llevarse a cabo dentro de límites cuidadosamente observados, los científicos también son artistas. Pero en la ciencia un experimento, tanto si tiene éxito o falla, es lógicamente seguido por otro en una progresión teóricamente infinita. Según el mito fundamental de la ciencia moderna, esta progresión está siempre reemplazando el menor conocimiento del pasado con el mayor conocimiento del presente, que será sustituido por el conocimiento aún mayor del futuro.
En las artes, en cambio, no hay ninguna secuencia ilimitada de obras implícita o buscada. Ninguna obra de arte es necesariamente seguida de una segunda obra que sea necesariamente mejor. Teniendo en cuenta las metodologías de la ciencia, la ley de la gravedad y el genoma están obligados a ser descubiertos por alguien; la identidad del descubridor es incidental al hecho. Pero parece que en las artes no hay segundas oportunidades. Debemos asumir que tuvimos una sola oportunidad para La Divina Comedia y para el El rey Lear. Si Dante y Shakespeare hubieran muerto antes de escribir estas obras, nadie las hubiera escrito.
Lo mismo puede decirse de nuestras artes en el uso de la tierra, nuestras artes en la economía, que son nuestro arte de vivir. Con éstas es una vez y para siempre. No tendremos la oportunidad de rehacer nuestros experimentos con la mala agricultura que conduce a la pérdida de suelo. Las montañas y bosques de los Apalaches que hemos destruido para obtener carbón se han ido para siempre. Ahora, y para siempre, es demasiado tarde para usar con frugalidad la primera mitad de la oferta mundial de petróleo. En el arte de vivir, sólo podemos volver a empezar con lo que queda. Y así, frente al fenómeno del pico del petróleo, en realidad estamos frente al final de nuestra habitual ilusión de más. Cualquiera sea la forma en que cambiemos, a partir de ahora, vamos a encontrarnos con un límite más allá del cual no habrá más. Alcanzar estos límites a máxima velocidad no es una opción racional. La opción racional es iniciar la desaceleración con la idea de evitar la catástrofe, y será viable si podemos recuperar la cordura política necesaria. Por supuesto que tiene sentido considerar fuentes alternativas de energía, siempre y cuando ellas tengan sentido. Pero también tendremos que reexaminar las estructuras económicas de nuestras vidas, y ajustarlas a las tolerancias y límites de nuestros espacios terrenales. Donde no hay más, nuestra única opción es hacer más y mejor con lo que tenemos.