Desde la perspectiva del ecologismo, no se puede hoy pensar un modelo de producción y de consumo que no sea al mismo tiempo humano (justo) y sostenible. Como apuntan las voces críticas al ecologismo, ¿de qué sirve la sostenibilidad ecológica si mientras tanto las riquezas naturales y productivas se quedan en manos de una elite, provocando desigualdades, hambrunas, guerras, injusticia, etc.? Pero, a la vez, podemos darle la vuelta a la pregunta: ¿qué valor tiene el bienestar de una sociedad y de sus miembros si ese mundo no ofrece la viabilidad a largo plazo para las generaciones futuras y si no asegura la supervivencia de la especie humana en condiciones decentes? Sin duda, al introducir los conceptos de solidaridad planetaria, intergeneracional y también interespecies, la ecología plantea preguntas polémicas, sobre todo para los movimientos sociales y políticos catalogados como «progresistas». Más allá de las etiquetas que cada cual se otorgue, ¿se puede llamar progresista una ideología que no incorpora los nuevos conceptos de solidaridad y cuyas lógicas ideológicas descansan en postulados productivistas?
Florent Marcellesi[1]
El sector más ‘progresista’ de la humanidad aprueba un sistema económico (o se ve arrastrado por él) que contradice el principio básico de todos los sistemas vivos: la sintropía, es decir, el mejor aprovechamiento posible de la energía solar, que afluye constantemente a nuestro planeta. Este sistema económico es por tanto un aliado del desierto, y el estado final en el que desembocará su actividad roturadora será un mundo hecho de desperdicios, basura y veneno. Ninguna atrevida charla sobre la innovación, la era de la comunicación o instancias similares podrá modificar un ápice este patrón básico de nuestra actividad económica.”
Carl Amery, Auschwitz, ¿comienza el siglo XXI?, Turner/ FCE, Madrid 2002, p. 160.
Conocemos muy bien las diferencias ideológicas que separan a unos y otros. Invariablemente sus debates se materializan en un tablero bidimensional definido por los ejes izquierda-derecha y autoritarismo-democracia. Pero por encima de tales diferencias, neoliberales y progresistas coinciden en un punto: ambas corrientes de pensamiento consideran al fracking, la energía nuclear, las grandes represas, la megaminería y la monoculturas de exportación como sinónimos de progreso y en consecuencia como actividades intrínsecamente buenas y dignas de los mayores esfuerzos. Ellos nunca se detienen a pensar en los costes ecosociales que acarrean, ni toman en cuenta la merma de las reservas finitas de recursos naturales y energía, ni la saturación de la capacidad igualmente limitada de los ecosistemas para asimilar los deshechos que resultan de sus procesos. Para ambas corrientes de pensamiento la producción presente debe crecer infinitamente desentendiéndose del perjuicio que ello conlleva para la producción futura, para un ambiente frágil, cada vez más amenazado y para las generaciones presentes y futuras.
Resulta absolutamente inconducente dedicarnos aquí a analizar críticamente las archiconocidas posiciones que neoconservadores y neoliberales adoptan sobre las cuestiones ecosociales. No ocurre lo mismo en el caso de aquellas corrientes de pensamiento del campo popular en las que el ecologismo político reconoce y valora sus experiencias en materia de inclusión social pero que – al no lograr desprenderse de los resabios productivistas heredados de un anacrónico desarrollismo sesentista – parecen condenadas a proponer un capitalismo con rostro humano como única alternativa posible. Una verdadera paradoja del progresismo latinoamericano que, mientras condena las lacras del sistema, intenta encontrar respuestas proponiendo más de lo mismo.
Defender o no defender los cambios radicales que exigen los retos ecosociales a los que nos enfrentamos. He ahí la cuestión.
Lo cierto es que el progresismo vernáculo actúa como si en las últimas décadas no hubiera cambiado la realidad biofísica, como si el sistema capitalista no hubiera acelerado exponencialmente su accionar entrópico, configurado – a nivel global – un escenario de rebasamiento e inminente colapso. Sin proponérselo, el progresismo contribuye al proceso de hegemonización cultural de las subjetividades y adormecimiento de las conciencias – ahora con el apoyo de las nuevas tecnologías – para consolidar la idea y la sensación de que la única cultura viable es la del progreso capitalista.
Con una actitud si se quiere frívola ante las advertencias del ecologismo, siempre estigmatizado, el progresismo piensa que detenerse en la cuestión ambiental es un lujo que solamente pueden darse los países desarrollados; pero – como bien lo afirma Jorge Riechmann – si colapsamos no hay progreso y lamentablemente, estamos colapsando[2].
Un buen ejemplo de oportunidad perdida para producir un cambio de rumbo verdadero fue lo acontecido en nuestro país en la última década con la aplicación de un modelo económico neo-keynesiano, sin percibir que cuando Keynes publicó su obra Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero (1936) en la que proponía sus respuestas a la Gran Depresión – obviamente – no se encontraban presentes las consecuencias del monumental choque contra los límites naturales iniciado a partir de la década del año 1950 y que hoy emergen como claros ejemplos de fallo del sistema.
Al aplicar mecánicamente las recetas Keynesianas, gobierno y sociedad hicieron suyos los ideales de un mundo que hoy resulta inviable, se fueron impregnando del Sueño Americano y no fueron capaces de crear las condiciones para un nuevo tipo de macroeconomía a partir de la incorporación de las realidades socio-ecológicas del siglo XXI mediante la generación de una demanda agregada concentrada en aquellas categorías capaces de crecer sin aumento en los transumos[3].
Si los principales factores de la demanda agregada: consumo, inversión y gasto del gobierno hubieran sido direccionados de tal manera de distinguir entre aquellos agregados macroeconómicos que deben ser estrictamente limitados y los que pueden aumentar con el tiempo, sin impactos o consecuencias ambientales negativas, otro hubiera sido el resultado. Se hubieran abierto las puertas para romper las trampas del extractivismo, aumentar drásticamente la productividad natural de los recursos y para revertir la destrucción actualmente en curso con programas de restauración que inviertan en el capital natural.
Sería oportuno que el progresismo pudiera reflexionar sobre las tres dinámicas que a corto plazo (lustros), pueden llevar a un desplome global: el descenso energético; el pico de la deuda y la globalización fallida/Estados fallidos tal como lo propone Riechmann.
Sobre la primera dinámica advierte que nos encontramos en plena etapa de abrupto descenso en la energía neta del sistema petróleo al que asimila a la hemoglobina del capitalismo globalizado, descenso que puede llevarse por delante nuestro mundo en poco tiempo.
Sobre la segunda dinámica Riechmann – extrapolando el concepto de pico del petróleo al mundo financiero – menciona que nos aproximamos al pico de la deuda, momento que emergerá cuando cierto número de actores clave lleguen a la inevitable conclusión de que no habrá suficientes bienes y servicios futuros que puedan cubrir el enorme endeudamiento global actual con lo cual nos enfrentaremos con la quiebra del sistema financiero global.
Finalmente, la tercera dinámica emerge del fracaso de los sistemas de dominación social/gobernanza/gobierno que están dando lugar a implosiones destructivas y autodestructivas en la forma de ascenso de nuevos fascismos, guerras, etc.
Resulta evidente que la humanidad se está moviendo hacia un punto de ruptura de los sistemas sociales, económicos y ecológicos, aproximándose al naufragio del sistema-mundo productivista en el que vivimos; un sistema al que cada vez le quedan menos subterfugios para sobrevivir- para prolongar su agonía – marchando inexorablemente hacia su hundimiento y no por el accionar revolucionario de la clase obrera o de ninguna vanguardia iluminada, sino que es el sistema hegemónico el que cava su propia fosa y la de la civilización productivista en su conjunto.
La anterior no significa que los cambios que pretendemos llegarán por generación espontánea, sino que a partir de ahora, el sistema se quitará su pretendida mascara “humana” y comenzará a mostrar su verdadero rostro de barbarie; uno de cuyos más destacados emergentes será – sin lugar a dudas – la neo-colonización de la periferia, con la profundización del extractivismo y sus graves secuelas ecosociales. Lo que ya está ocurriendo.
Urge tomar conciencia de la permanente contradicción en la que el sistema intenta sumergirnos, como cuando frecuentemente se justifica la degradación del ambiente en aras de un supuesto progreso. Bien lo ejemplifica Alain Lipietz[4]cuando menciona que: El ambiente que nos hace la vida posible, que puede ser fuente de la felicidad de estar en el mundo, este ambiente es lo que hacemos de él, es también lo que dejamos a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos, es la cuna y la casa que preparamos para acogerlos. Desear hijos, darles luz sin preocuparnos de un mundo degradado que les fabricamos: ¡qué contradicción!
Una prueba es la alienación que el sistema está provocando con su monocultura ideológico productivista que ve los escenarios futuros solo como una opción entre el progreso indefinido e infinito, sostenido en la idolatría tecnocientífica o la condena a una inevitable pobreza y marginalidad de las mayorías. Como si no fuesen ambas opciones parte de la misma fórmula.
El progresismo debe advertir – lo antes posible – que la dialéctica productivista-antiproductivista se ha convertido en central y estructurante y que la cuestión ecosocial ha pasado a ser un factor determinante de las luchas y conflictos sociales actuales y futuros. Esta realidad conduce a la necesidad de reconsiderar el panorama sociopolítico heredado de la división binaria izquierda-derecha.
Mientras muchas ideologías y sus movimientos socio políticos vienen enfrentándose con la primera ley general y absoluta de la acumulación capitalista, basada en la explotación del trabajo; otros han centrado su accionar en combatir la segunda ley general y absoluta de la acumulación capitalista, basada en la degradación ambiental y ni unos ni otros parecen advertir – como lo postula John Bellamy Foster – que cualquier lucha que intente combatir solo una de estas leyes, mientras se perpetua la otra, será inefectiva.
Se requiere en consecuencia de la formación de una alianza que sea capaz de enfrentar ambas leyes simultáneamente. Una alianza que marcará la llegada de una fuerza histórica mundial y el inicio de una lucha que, más que cualquier otra, definirá el curso de la historia en el siglo de la gran prueba.
[1] Ecología política: génesis, teoría y praxis de la ideología verde
[2] Jorge Riechmann. El futuro no va a ser lo que nos habían contado… (reflexión sobre las perspectivas de colapso en el Siglo de la Gran Prueba) (2017)
[3] Flujos de recursos y energía (throughput)
[4] La ecología política, ¿remedio a la crisis de lo político?