En las últimas décadas, frente a las advertencias sobre la existencia de límites biofísicos para el crecimiento y las graves consecuencias de rebasar estos límites, como por ejemplo, las amenazas del cambio climático antropogénico, la tecnoburocracia comenzó a desplegar un discurso, mediante el cual, pretendía desmantelar cualquier idea que pudiera implicar la necesidad de dejar atrás el sistema-mundo productivista/consumista.
Dos ejemplos paradigmáticos fueron la idea del desacople y la de los supuestos beneficios que traería aparejado el cambio climático.
En el artículo publicado por Clarín (Nuevo lazo entre naturaleza y capitalismo en Estados Unidos), Jorge Castro echa mano de ambas argumentaciones, que a todos nos gustaría que fueran ciertas pero, que lejos de serlo, nos hacen perder un tiempo precioso del que no disponemos, para iniciar los verdaderos cambios que deberían producirse.
Afirma Castro que: la naturaleza ha comenzado a crecer orgánicamente en EE.UU. a un ritmo superior a su conversión en insumos. Ha dejado de ser depredada (convertida en objeto) como ha sido la regla en el capitalismo industrial de los últimos 100 años. Y luego afirma que: …la producción se está “desmaterializando” y que aumenta exponencialmente el contenido de inteligencia e innovación.
Castro saca del arcón de las ideas, una tan antigua como utópica, propia de las fantasías alquimistas: desacoplar crecimiento económico e impacto ambiental o mejor, desacoplar el crecimiento económico de la sobreexplotación del planeta y sus recursos naturales.
Si bien en los países industrializados, por ejemplo, se ha logrado un desacoplamiento relativo entre el crecimiento del PIB y el uso de energía, eso no se ha traducido en una reducción de las presiones ambientales en términos absolutos, porque el consumo de recursos en términos absolutos se ha mantenido más o menos constante en las últimas décadas. Este pretendido “desacoplamiento” es en realidad una “externalización” de impactos, exportación de daños e importación de biocapacidad y en ningún caso se trata de un verdadero desacoplamiento.
Lo reconoce la propia Agencia Europea de Medio Ambiente: “En términos absolutos, Europa no utiliza menos recursos materiales, sino que depende cada vez más de los que se extraen fuera de sus fronteras. En casi todos los países europeos, las extracciones nacionales de recursos materiales han descendido al tiempo que aumentaban las importaciones (…). Esto es especialmente cierto en el caso de los combustibles fósiles y los metales. (…) La sustitución de la producción nacional por importaciones alivia en parte la presión sobre el medio ambiente y explica el desacoplamiento relativo en términos de balance de masas. (…) Esto sólo significa que las presiones ambientales generadas por la extracción de recursos se producen en el país de origen del artículo. Estas presiones pueden ser importantes: por ejemplo, cada tonelada de metal importado puede ‘dejar tras de sí’ el equivalente de hasta 20 toneladas de flujos ocultos (la llamada ‘mochila ecológica’). De este modo, el uso de recursos materiales importados para producir bienes y servicios en Europa ‘desplaza’ la carga ambiental de la extracción a los países del exterior. Los daños pueden agravarse todavía más por el hecho de que estos países suelen tener un nivel social y ambiental inferior a la UE”
Obviamente, lo que vale para Europa vale para el resto de las potencias industriales, particularmente vale para EE.UU.
Hay gráficos que hablan por sí solos como el que relaciona el crecimiento del PBI y el consumo de energía, donde habría que tener mucha imaginación para verificar la existencia de una tendencia hacia el desacoplamiento de la economía.
Otro ejemplo lo tenemos cuando comparamos Huella Ecológica y Biocapacidad de EE.UU., donde lejos de mostrar alguna tendencia positiva, su situación de déficit ecológico se ha mantenido desde la década de 1960
En su nota, Castro también destaca las maravillas de la agroindustria y sus milagrosos rendimientos y en esto también deja de lado algunos importantes aspectos como, por ejemplo, mencionar que se trata de un modelo de producción petrodependiente que entrega menos calorías alimentarias que las que entran en el sistema productivo y que resulta inviable sin el aporte energético del petróleo. Por otra parte, su uniformidad genética no solamente lo torna altamente vulnerable frente a plagas y enfermedades sino también frente a los cada vez más frecuentes e intensos impactos del cambio climático; todo lo cual torna a la agroindustria en un modelo absolutamente insostenible.
Luego el autor afirma que en el planeta se está desplegando un verdor creciente, como fruto de las crecientes concentraciones de dióxido de carbono en la atmósfera, idea con la que se pretende relativizar los efectos negativos del cambio climático antropogénico. Tampoco esta es una idea nueva y menos aún cierta. No porque las mayores concentraciones de CO2 e incluso de nitrógeno actúen favoreciendo el crecimiento de determinadas especies vegetales, sino que, en virtud de la ley de los rendimientos decrecientes nos encontramos en el punto en el que estamos pasando de una época de fertilización a otra de calentamiento aún mayor, un cambio que, de hecho, ya ha empezado en el hemisferio norte. La falta de nutrientes como el fósforo o el potasio, y de agua en muchas regiones, está marcando la capacidad de la vegetación para retirar el carbono de la atmósfera y su efecto fertilizador, que obviamente no es infinito.
Aquí se ve lo peligroso de las ideas que transmite Jorge Castro que pueden llevarnos a concluir, que nada es más beneficioso para la vida, que quemar todo el petróleo, gas y carbón que nos queda; en lugar de dirigirnos a una urgente, necesaria e inaplazable descarbonización de la economía.
Lamentablemente – para todos nosotros – las inflexibles leyes de la ecología y la física imponen constricciones al crecimiento que no pueden ser ignoradas. Es una gran paradoja que haciendo gala de tecnolatría, a la hora de atender las leyes básicas de la física y de la ecología, se haga caso omiso de ellas.
Por otra parte, no se trata de leyes muy sofisticadas. Hablamos de leyes básicas de la ecología, como por ejemplo: todo está relacionado con todo lo demás; todas las cosas han de ir a parar a alguna parte y en todos los procesos dentro de la biosfera, al final tendremos un déficit en términos de materia y energía.
O las inflexibles leyes de la termodinámica con sus implicancias económicas y ecológicas, tales como los límites insuperables que define la entropía, tanto al reciclado, como al aprovechamiento de recursos naturales, al crecimiento e incluso a la eficiencia de nuestra tecnología.
Sería muy positivo que comenzáramos a abandonar el antropocentrismo despótico, a dejar de considerarnos Homo Deus y nos pusiéramos a reflexionar que la naturaleza, si bien no es un modelo moral a imitar por los humanos, es sabia, en tanto su funcionamiento se ha optimizado a lo largo de millones de años y a través de una serie de procesos de mejoramiento. La evolución ha generado organismos y ecosistemas resistentes que pueden adaptarse unos a otros, en una interrelación que siempre replica la existencia y la vida. Para todos los efectos prácticos y en muchos ámbitos, es básicamente imposible diseñar en un tiempo breve algo que funcione tan bien como lo que ha sido creado a través de una larga evolución. De allí la importancia de no seguir perdiendo el tiempo pretendiendo contradecirla con nuestra omnipotencia tecnocrática, en lugar de ganar tiempo intentando imitarla.
El capitalismo, con su desenfrenada mercantilización de todos los ámbitos de la vida natural y social, como así también con su creciente acumulación y concentración de la riqueza, sumergido en sus dos contradicciones fundamentales entre capital-trabajo y capital-naturaleza, no puede tener otro lazo con ella, que no sea de destrucción.