Guillermo BALIÑA

 

Creo que el porvenir aprenderá más de Gesell que de Marx
John Maynard Keynes (1883-1946)

 

En este mes se cumplen 156 años del nacimiento de Silvio Gesell –nació el 17 de marzo de 1862. Desde esta columna hemos destacado en varias oportunidades la importancia de sus trabajos al punto que son muchos los especialistas que lo califican como el creador de la macroeconomía. En el tomo II de su obra capital “El orden económico natural”, Silvio recurre a una parábola económica entre Robinson Crusoe y un extranjero (un Náufrago que por sus principios no da ni toma intereses) para explicar claramente el efecto pernicioso que tiene la tasa de interés en el sistema económico y la enorme ventaja que para la sociedad en su  conjunto implica hacer que el interés sea nulo. A esta parábola Silvio la llama “Robinsonada”

A continuación la transcripción de la Robinsonada, como homenaje a la obra monumental del “indebidamente olvidado profeta” (según las propias palabras de Keynes).

 

Robinson habíase propuesto construir un canal, por cuya razón debía asegurarse las provisiones necesarias para los tres años que duraría el trabajo. Sacrificó cierto número de cerdos, y saló su carne. Enseguida excavó un pozo para llenarlo con trigo, que cubrió cuidadosamente. Las prendas de vestir, que había confeccionado de pieles curtidas de ciervo, las encerró en un cajón, agregándoles antes una glándula de zorrino para protegerlas contra la polilla. En una palabra: hizo lo posible según su entender, para hallarse bien provisto para los próximos tres años. Ahora bien; mientras revisaba su último cálculo, para ver si su capital en realidad respondería a la empresa que se había propuesto, vio que estaba acercándose un hombre:

– ¡Hola! – exclamó el forastero. Mi barco se hundió aquí cerca, y a duras penas he conseguido salvarme en esta isla. ¿Podrías facilitarme algunas provisiones, hasta que haya cultivado un terreno y cosechado algo?

Al oír esto, los pensamientos de Robinson volaron rápidamente de las provisiones al interés, y a la gloria de la vida de rentista. No titubeó en decir que sí. -¡Magnífico! -exclamó el náufrago-, mas quiero advertirte que no pago intereses. Antes prefiero vivir de la caza y de la pesca. Mis creencias me prohíben tanto dar como tomar intereses.

R: -Bonita religión la tuya. Pero ¿en qué te fundas para suponer que yo voy a prestarte mis provisiones, si no me quieres pagar ningún interés?

N: -En tu egoísmo, es decir, en tu propia conveniencia, Robinson; mi propuesta te reportará ventajas bien entendidas, y no pocas.

R: -Esto tendrás que demostrármelo, amigo. Debo confesarte que no alcanzo a comprender cómo podría beneficiarme prestándote mis provisiones sin interés.

N: -Te lo demostraré, y cuando te hayas convencido, no sólo me harás el préstamo en las condiciones que te pido, sino que todavía me quedarás muy agradecido. Ante todo, necesito vestirme; pues, como habrás notado, estoy poco menos que en cueros. ¿Tienes ropa?

R: -Aquel cajón está lleno hasta el tope.

N: -Pero, amigo Robinson, ¿a quién se le ocurre guardar en cajones tan clavados ropa de pieles, el manjar favorito de las polillas? Esas prendas hay que airearlas con frecuencia y engrasarlas, de lo contrario se endurecen y se agrietan.

R: -Tienes razón; pero, ¿dónde quieres que las guarde? ¿Acaso en este armario, para que a las polillas se agreguen las lauchas y las ratas?

N: -Sin embargo, las ratas habrían entrado bien pronto en el cajón. Mira, allí ya han empezado a roer la madera.

R: -De veras; no sé como librarme de esta plaga.

N: – ¿No lo sabes? Y dices que has aprendido a calcular? Te voy a decir cómo en mi país las personas en tu situación se defienden contra lauchas, ratas y polillas, ladrones, y hasta contra roturas, polvo y moho: Préstame esa ropa, y yo me comprometo a confeccionarte ropa nueva, tan pronto la necesites. De este modo recibirás la misma cantidad de vestidos que me entregaste; pero por ser nuevos, de mejor calidad; porque si los guardaras en este cajón, los sacarás viejos y apestando a zorrino. ¿Te conviene el trato?

R: -Sí, amigo; convengo en cederte mi cajón de ropa, pues reconozco que me es ventajoso hacer este préstamo aun sin intereses.

N: -Muéstrame ahora el trigo. Necesito de él tanto para sembrar como para hacer pan.

R: -Lo tengo bajo tierra en aquella loma.

N: – ¡Cómo! ¿Has enterrado el trigo por tres años? ¿Y la humedad? ¿Y el gorgojo?

R: -Lo sé; pero, ¿qué voy a hacer? Créeme, lo he pensado mucho, sin que haya encontrado mejor solución para guardarlo.

N: -Agacha un poco la cabeza. ¿Ves esos insectos que saltan en la superficie? ¿Y el moho que está formándose ahí? ¡Debes apresurarte a ventilar tu trigo si quieres salvarlo!

R: -¡Es para desesperar con este capital! Si supiera cómo defenderme contra esas mil y una fuerzas destructivas de la naturaleza.

N: -Yo te voy a decir, Robinson, lo que se hace en mi tierra. Nosotros construimos un galpón seco y aireado, depositando el trigo sobre el suelo bien entarimado. Regularmente, cada tres semanas, lo removemos cuidadosamente con palas para ventilarlo. También mantenemos una cantidad de gatos, colocamos trampas contra las ratas y finalmente aseguramos todo contra incendio, y de ese modo logramos que la pérdida anual en calidad y peso no pase del 10%.

R: -¡Date cuenta! ¡Cuánto trabajo, cuántos gastos!

N: -Te arredra el trabajo y no quieres gastar? Muy bien; entonces te voy a decir lo que debes hacer: Préstame tu trigo, y yo te lo devolveré de la nueva cosecha, kilo por kilo y bolsa por bolsa. Así te ahorras el trabajo de levantar el galpón, de remover el trigo y de mantener gatos; no pierdes nada en peso y en lugar de grano viejo tendrás siempre pan fresco y sustancioso. ¿Aceptas?

R: -Sí, de mil amores.

N: -¿Quiere decir que me prestas tu trigo sin interés?

R: -Desde luego; sin interés y agradecido.

N: -Bueno; pero no necesito todo; me basta una parte.

R: -¿Y si te ofrezco todo a condición de que me devuelvas solamente nueve bolsas por cada diez recibidas?

N: -Agradezco la proposición; pero eso también sería trabajar con interés, aunque negativo. Capitalista sería, en tal caso, el prestatario en lugar del prestamista. Mi credo, empero, me prohíbe la usura, es decir, tanto el interés positivo como el negativo. En cambio, te propongo confiar tu reserva de trigo a mi custodia. Yo construiré el galpón y me ocuparé de todo lo referente a la conservación del grano. Al final del año retribuirás mi trabajo con dos bolsas de cada diez. ¿Convenido?

R: -A mí me es indiferente que consideres tus servicios como usura o como jornales. Yo te entrego diez bolsas y tú me devolverás ocho. De acuerdo.

N: -Pero necesito aun otras cosas: un arado, un carro, herramientas. ¿Quieres prestarme eso también sin interés? Te prometo devolvértelo todo tan flamante como lo he recibido.

R: -Naturalmente, acepto tu propuesta; porque todas estas existencias sólo me dan trabajo ahora. Hace poco se desbordó el arroyo, inundando el galpón, cubriendo el piso de agua y lodo. Luego, un ventarrón se llevó el techo, quedando todo a la intemperie. Y ahora, que el tiempo es bueno, el viento llena el galpón de polvo y arena. Parece que todo se hubiera confabulado contra mi capital: herrumbre, putrefacción, roturas, sequía, sol, obscuridad, humedad, carcomas y hormigas. Menos mal que aquí no hay ladrones ni incendiarios. ¡Cuánto me alegro de haber hecho este convenio de préstamo, que me permite tener disponibles para más adelante todas mis cosas en perfectas condiciones, sin trabajo, sin gastos y sin pérdida alguna.

N: -Quiere decir, que reconoces ahora cuán ventajoso es para ti cederme tus bienes en calidad de préstamo sin interés.

R: -Lo reconozco francamente. Sin embargo, ¿quisiera saber por qué razón en mi país tales provisiones producen interés a su propietario?

N: -Tendrás que buscar la explicación en el dinero, que allí facilita tales negocios.

R: -¡Cómo! ¿La causa del interés estaría en el dinero? No puede ser. Atiende a lo que dice Marx del dinero y del interés: “El trabajo humano es la fuente del interés (plusvalor). El interés, que convierte el dinero en capital, no puede proceder del mismo dinero. Si es verdad que el dinero es un medio de cambio, entonces no hace otra cosa que pagar los precios de las mercancías que se adquieren con él, y si como tal permanece inalterado, no puede aumentar de valor. De ahí que el plusvalor (interés) debe proceder de las mercaderías adquiridas, que se venden a mayor precio. Esta alteración no puede tener lugar ni en la compra ni en la venta, porque en estas dos operaciones se cambian valores equivalentes. Queda en pie entonces sólo una hipótesis, de que el cambio de valor se efectúa por el uso de la mercadería después de su adquisición y antes de su reventa”. (Marx: el Capital, Capítulo 6).

N: – Dime, Robinson, ¿desde cuándo te encuentras en la isla?

R: – Desde hace 30 años.

N: – Se conoce. Te refieres todavía a la teoría del “valor”. Eso, mi querido Robinson, ha terminado. La teoría del “valor” ha muerto. Ya no hay quien la defienda.

R: – ¿Dices que la teoría marxista del interés haya muerto? No puede ser. Y suponiendo que no hubiera ya quien la sostenga, yo lo hago.

N: – Bien, ¡defiéndela! Pero no lo hagas con palabras sino con hechos. Si quieres hacerlo frente a mí, entonces renuncio al convenio que acabamos de celebrar. Tus provisiones, por su esencia y objeto, pueden considerarse como la cristalización de lo que comúnmente designamos con el nombre de “capital”. Te invito a presentárteme como capitalista. Yo necesito de tus cosas, jamás obrero alguno se ha acercado a un empresario tan desnudo como yo. Nunca la relación exacta entre el poseedor del capital y el que lo necesita, se ha planteado en forma tan evidente como en nuestro caso. ¡Intenta, pues, obtener de mí algún interés! ¿Quieres que empecemos el trato de nuevo?

R: – Renuncio a ello. Las ratas, la polilla, la herrumbre han minado mi poder capitalista. Pero, dime, ¿cómo te explicas todo esto?

N: – La explicación es sencilla. Si en esta isla existiera un sistema monetario y yo, como náufrago, necesitara un préstamo, tendría que dirigirme a un prestamista, para adquirir las cosas que acabas de prestarme sin interés. Pero ante este prestamista, a quien no apremian ni las ratas, ni la polilla, ni la herrumbre, ni el fuego, ni las goteras del techo, no puedo presentarme como lo hice ante ti. La pérdida que siempre va ligada a la posesión de mercancías, (mira, el perro se lleva ahí una de tus pieles, es decir, una de los mías), ésta la sufre tan sólo quien las tiene que guardar, nunca el prestamista. A él no le atañen tales preocupaciones, ni las pruebas convincentes con que supe enternecerte. Tú no has cerrado el cajón de las pieles, cuando te denegué rotundamente el pago de intereses. La naturaleza de tu capital te hizo accesible a continuar tratando conmigo. En cambio, el capitalista monetario me cierra la caja de hierro en las narices, cuando le digo que no pago intereses. Yo, en realidad, no necesito el dinero mismo, sino las pieles que pueda comprar con él. ¡Las pieles me las entregas sin interés, en cambio por el dinero, que necesito para comprarlas, debo pagar interés!

R: -Vale decir, que la causa del interés la habría que buscar, en realidad, en el dinero, y que Marx también estaría en un error, cuando dice: “Es en el capital comercial, propiamente dicho, donde aparece más pura la fórmula: Dinero-Mercancías-Más Dinero, lo que significa: Se compran las mercaderías para venderlas más caro. Por otra parte el movimiento del capital comercial se desenvuelve enteramente dentro de la esfera circulatoria. Pero siendo imposible buscar en la circulación misma la causa de la transformación del dinero en capital, resulta que el capital comercial, cuando se cambian equivalencias, sólo sea deducible del doble perjuicio que sufren los productores, como pretenden en la adquisición y la venta de mercaderías por el comerciante, quien se interpone entre ellos como un parásito. Por eso, si no se quiere que el empleo del capital comercial sea declarado como un atropello liso y llano cometido contra los productores de las mercancías, habrá que recurrir a una larga serie de eslabones intermediarios”. (Marx: El Capital, 6a. Edición, pág. 127).

N: -Este es un error tan grande como el anterior de Marx. Y dado que se ha equivocado con respecto al dinero, que es la médula de toda la economía social, debe haberse equivocado también en lo demás. El, como todos sus discípulos, cometieron el error de excluir de la esfera de sus investigaciones el problema monetario.

R: -Esto me lo acaban de demostrar nuestras negociaciones de préstamo. Es verdad que también para Marx el dinero es tan sólo un medio de intercambio; pero su acción, al parecer, va más allá de la sencilla que consiste en “pagar el precio de las mercaderías que compra”. El hecho de que el banquero cierre su caja de hierro, en las narices del prestatario, cuando éste se rehúsa a pagarle intereses, y que desconoce todas aquellas preocupaciones que apremian al poseedor de mercaderías (capitalista), se debe pura y exclusivamente a la superioridad que tiene el dinero en sí sobre la mercancía, y ahí está el error de Marx.

N: -Por cierto, ¡cuánto poder de convicción tienen las ratas, la polilla y el moho!