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LOS PRESUPUESTOS BÁSICOS EN EL USO ACTUAL DE LOS SUELOS Y LAS CREENCIAS CONSECUENTES
“Está comprobado científicamente: un campo libre de malezas equivale a una mente libre de problemas” Eslogan publicitario de Dupont
Cada conjunto de decisiones y acciones están basados en un conjunto de valores derivados de ideas o presupuestos epistemológicos que funcionan como marco conceptual. En la medida en que la situación ambiental en general y la de los suelos en particular alcanza un nivel de degradación preocupante (por no usar la expresión “dramático”), revisar las premisas puede ayudar a comprender la raíz epistemológica del problema. Es importante, entonces, que analicemos algunos de estos presupuestos subyacentes a la relación sociedad-suelo. Creemos que al menos algunas de estas premisas son directamente responsables de la situación actual de los suelos de nuestro país.
Los siguientes presupuestos epistemológicos sobre el suelo fueron adaptados de Bateson (1972), Páez (2004) y Maser (2005). Ellos configuran la “estrecha” visión tradicional.
La superabundancia
La creencia en que los recursos del planeta son inagotables hace tiempo que está siendo cuestionada tanto en ámbitos científicos como a nivel cotidiano. Hoy sabemos que el petróleo se acabará algún día, como el carbón y el gas natural, y también sabemos que no podemos expandir infinitamente la agricultura por limitaciones en el espacio físico. El mito de la superabundancia, sin embargo, sigue vigente. Hay una fe irracional en que se encontrarán nuevas soluciones a los problemas del futuro, así como los problemas del pasado tuvieron su solución. Habrá nuevas energías, nuevas formas de producir alimentos, o de purificar el agua, o de descontaminar la atmósfera. Lo importante es que muchas de las herramientas conceptuales derivadas de la creencia en la superabundancia siguen gozando de muy buena salud. Uno de los ejemplos más claros está dado por la aplicación de la teoría de la renta de la tierra.
Esta teoría del siglo 19 se formuló para maximizar los beneficios de las actividades económicas en virtud de un rendimiento económico sostenido. La teoría se basa en calcular la mayor tasa de retorno monetario de un cultivo dado, con la menor circulación financiera.
Según Chris Maser (2005), que analizó esta teoría en función de la industria forestal, la misma se fundamenta en seis supuestos erróneos sobre los ecosistemas:
- La libertad absoluta de las variables, lo cual es imposible en sistemas ecológicos con variables interrelacionadas. No puede haber variables independientes en un mundo interdependiente. Es imposible físicamente.
- Sólo se ve el potencial económico del recurso, sea cultivo, pastura o ganado.
- La gestión se orienta hacia aquello que está encima del suelo, sin considerar que al afectar el ecosistema sobre el suelo también se afecta lo que está debajo.
- Se consideran los factores ecológicos también como variables independientes (fertilidad, precipitación, aires, insolación, clima).
- Ver sólo lo que está encima del suelo es una simplificación conciente, que lleva a considerar sólo una parte del sistema total, y desconsiderar al resto. Esto puede inducir a sobrevaluar algunos aspectos y desvalorizar otros. El problema con la visión simplista es mirar sólo el costo del servicio y no la función del servicio.
- La idea capitalista de que el esfuerzo económico es saludable y debe ser cada vez más amplio. Considerando el rendimiento económico sostenido posible como una variable independiente de la salud ecológica a largo plazo y la integridad de un ecosistema como un sistema interactivo como totalidad.
La creencia en la superabundancia subyace en distintas expresiones de la política argentina desde la Revolución de Mayo. Las variantes modernas hablan de la “oportunidad única que tenemos en la economía globalizada, ya que el mundo demanda lo que nosotros producimos”, lo cual traducido a bienes comerciables serían forrajes baratos e insumos agrícolas de baja industrialización. Claro que todos ellos producidos en un contexto de suelos que se siguen degradando, lo cual nos lleva a otro proceso emparentado a la creencia de la superabundancia, la sobreexplotación crónica de los recursos.
Cris Maser (2005) explica la sobreexplotación sobre la base de una lógica fundada en la pérdida de oportunidades:
…cuando no somos conscientes del valor de algo material, estamos libres de su dominio psicológico. Sin embargo, en el instante en que percibimos su valor material, también percibimos el dolor psicológico de su posible pérdida. Este temor promueve la sobreexplotación de nuestra herencia natural, porque no explotar los recursos naturales es percibido como una pérdida de la oportunidad, que se entrega a otra persona que lo codicia.
La sobreexplotación se basa en el derecho percibido de los productores de obtener un beneficio económico antes que otro lo haga, y en el derecho para proteger una inversión económica. Esto genera un ciclo de retroalimentación positiva: mientras el crecimiento es continuo, aumenta la explotación, y aumentan las inversiones. A mayor inversión, mayor interés de maximizar las ganancias, y por ende mayor explotación. El problema es el límite ecológico no reconocido de este modo de funcionamiento (Maser, 2004).
La sobreexplotación crónica es consistente con el razonamiento derivado de la teoría de los juegos, y desarrollado por Garret Hardin en la “tragedia de los comunes”, que expondremos más adelante.
Otros autores también consignan la noción de infinitud en el seno de las teorías económicas como uno de los orígenes de la crisis ecosocial. Al respecto, Herman Daly (2002) señala:
Los economistas han considerado tradicionalmente a la naturaleza como de dimensión infinita en relación con la economía, por lo tanto no escasa, y por tal razón se le ha asignado costo cero. Pero la naturaleza es escasa y esto se profundiza más cada día como resultado del crecimiento de los flujos. Un concepto de eficiencia necesita que los servicios de la naturaleza sean costeados, como hasta los planificadores soviéticos tuvieron que descubrir.
La noción de superabundancia, cristalizada en la idea de una naturaleza ilimitada, que se hace extensiva a la noción de conocimiento ilimitado, tecnología ilimitada, energía ilimitada, economía ilimitada, se enfrenta a la naturaleza “finita” de los ecosistemas y de muchos recursos no renovables. Esto, que a priori parece conducirnos a una especie de cárcel o reclusión, nos impide reconocer que algunas cosas, aunque son limitadas, pueden ser inagotables (Berry, 2012). Los ecosistemas, por ejemplo, son limitados, pero su integridad puede mantenerse por miles de años. Sólo basta echar una mirada a la biodiversidad que actualmente existe en el planeta, para comprender que para que tuviera lugar la evolución biológica, que opera dentro de ecosistemas, fue preciso que éstos se mantuvieran relativamente estables por millones de años. Como expresa Wendell Berry:
…un bosque o una granja laboreados, siempre y cuando permanezca ecológicamente intacto, es inagotable. Un lugar pequeño, como sé por experiencia propia, puede ofrecer oportunidades de trabajar y aprender, y un fondo de belleza, solaz y placer –además de dificultades-, que no puede agotarse en el tiempo de una vida o en generaciones.
No hay contradicción entre desarrollo y límites, salvo que nuestro objetivo sea realizarnos como seres humanos sólo a través del crecimiento económico infinito. Quizá la noción de “austeridad”, antes que la de “eficiencia económica”, sea un camino para tornar la vida del ser humano en “inagotable”, en el contexto de un mundo con recursos y ecosistemas “limitados”. Claro que esto puede molestar a muchos economistas ortodoxos. Al respecto, Herman Daly (2002) comenta:
Tengo el temor que algunos de mis colegas neoclásicos digan que la austeridad es un concepto cargado de juicios de valor, especialmente si se lo vincula con la redistribución de rentas de escasez hacia los pobres. Quien soy, han de preguntar, para imponer mis preferencias elitistas personales al mercado, con su funcionamiento democrático, blah, blah, etc, etc. Estoy seguro que todos han oído este discurso. La respuesta a tal planteo es que la sustentabilidad ecológica y la justicia social son valores objetivos fundamentales, no preferencias subjetivas individuales. Hay una gran diferencia y ya es tiempo que los economistas la reconozcan.
El ser humano fuera de la naturaleza (la visión antropocéntrica)
Pensamos y actuamos presuponiendo una ubicación del ser humano “fuera” de la naturaleza. No es “parte”; sino que está “al lado” de la naturaleza, y a lo sumo debe cuidarla como se cuida a un familiar o a una mascota. Una gran parte de la humanidad establece relaciones con la naturaleza y actúa sobre ella a través de esa frontera conceptual que pone a la naturaleza “afuera” de la propia humanidad. A su vez, se refuerza la posición central del ser humano en el dominio y manipulación de la naturaleza.
La visión antropocéntrica de un ser humano separado de su entorno es relativamente nueva en la evolución humana. Tomó consistencia formal a partir del dualismo cartesiano, y se intensificó a niveles irracionales desde la revolución industrial, a medida que eclosionaban los fundamentos mismos de la ciencia positivista alimentados por la utilización creciente de combustibles fósiles.
La creencia de que el ser humano está afuera de la naturaleza tiene muchas y devastadoras consecuencias. La visión antropocéntrica lleva a actuar y pensar en una naturaleza al servicio del ser humano, lo cual desemboca en la falacia de suponer que el bienestar humano está por encima del bienestar del ambiente. Así, es justificado y hasta inevitable, sacrificar el ambiente para satisfacer las necesidades humanas. En virtud de la historia es evidente que no hay ningún desarrollo humano posible si se eliminan las condiciones ecológicas que permiten que el ser humano siga viviendo. No existe, además, posibilidad alguna de realización para las próximas generaciones sin suelos con la salud y la capacidad suficiente de abastecer los alimentos indispensables para la población, y de brindar los servicios ecosistémicos de provisión, de soporte y de regulación.
En un plano más general, podemos afirmar que esta creencia encarna en la división cartesiana entre mente y materia. Nosotros describimos al mundo, y luego podemos manipularlo. A modo de ejemplo, prácticamente no existe texto sobre biotecnología técnico o de difusión que no incurra en el error de considerar que la tecnología aplicada es la responsable primaria de la producción, prescindiendo de los ciclos ecológicos, la integración de los cultivos al suelo, y la energía solar implicada en el proceso de fotosíntesis. Escuchamos a menudo que “el conocimiento es un recurso estratégico”. Esto predica de una Fe irracional en el desarrollo tecnológico, que ubica al nuevo “recurso mental” que es el conocimiento por encima del “recurso material” que es el suelo. Si el ser humano está “acá”, entonces el resto está “afuera”, y del “afuera” sólo nos importa lo que tiene precio.
El pensamiento lineal
“La forma que pensamos determina lo que hacemos”. El enfoque lineal aplicado a procesos cíclicos y no lineales determina la inviabilidad ecológica de los ecosistemas. Al perder de vista la capacidad productiva del sistema en su conjunto, la enorme trama de procesos cíclicos retroalimentados, y tratarlos a partir de unas pocas variables en función sólo de una visión económica, no sólo negamos la integridad ecológica del sistema sino que simplificamos nuestra capacidad de acción, volviéndonos poco reactivos a las señales de deterioro (Maser, 2005).
Los sistemas ecológicos funcionan según sus propias reglas, dadas por el conjunto de la biodiversidad, los componentes físicos y las particularidades climáticas de cada región. Las participación del ser humano dentro de estos sistemas deben tener una coherencia con la totalidad, ya que de otra manera el sistema como un todo se degrada. Las apetencias económicas humanas normalmente se despliegan dentro de la ilusión de no necesitar ajustarse a las restricciones del ecosistema. En las últimas décadas, los ecosistemas son “forzados” hasta su límite, y en ocasiones, fuera de él. Lo que sobreviene es el desastre.
El problema radica que aplicamos modelos lineales de pensamiento a sistemas que no son lineales en su funcionamiento. Nuestros modelos mentales son una mala, deficiente simulación de los procesos naturales. La aplicación sostenida de modelos mentales lineales, produce la degradación de los bienes naturales por la pérdida o ruptura de la circularidad de muchos de sus procesos.
Aquí es patente que el modo de pensar es lo que está en problemas. La visión lineal, la desconsideración hacia la no linealidad de los ecosistemas, genera problemas en todo el sistema mayor, pero que se evidencian principalmente en el dominio humano. El pensamiento lineal, en tanto se expresa en éxitos económicos, tiende a ser autovalidante, y por ende a expandirse exponencialmente. Esto impone un límite concreto a tal crecimiento y expansión: el límite biofísico. El problema de alcanzar el límite biofísico es que para cuando lo hacemos, puede ser tarde para recuperar la circularidad de los procesos. En otras palabras, cuanto más aplicamos ideas lineales, menor es la capacidad de restauración de los procesos no lineales (pérdida de resiliencia) y mayor será el sufrimiento para los seres humanos del futuro. Mientras tanto, la autovalidación del modelo lineal, sigue tomando ventaja de la resiliencia del sistema, ciega a todo aquello que esté fuera de su propio dominio descriptivo lineal.
La mayoría de los científicos y técnicos relacionados a la producción agropecuaria industrial emplean una lógica lineal para encontrar soluciones técnicas a determinados problemas (pérdida de nutrientes, erosión, pérdida de materia orgánica, cambios en el ph del suelo, etc., etc.). Su determinismo tecnológico es a veces sorprendente, y otras veces parece predicar de una fe irracional en la ciencia y en la tecnología. Lo cierto es que más allá de los credos profesados por cada investigador, el contexto en el que deben hacer sus preguntas y encontrar sus respuestas es determinante en ambas. A los investigadores se les exige que sus respuestas tengan valor en un sistema dominado por la lógica económica, y por el mantenimiento o aumento de la productividad de los sistemas productivos en una coyuntura dada por los precios. Además los investigadores deben trabajar en el marco de las racionalidades arraigadas entre los productores, que como vimos suelen ser inadecuadas cuando no directamente contraindicadas bajo los mandatos de la sustentabilidad. Si se trata, por ejemplo, de solucionar los problemas de desertificación de la Patagonia por el sobrepastoreo ovino, se espera de los técnicos soluciones que incluyan seguir produciendo con ovinos, cuando quizá sería lo primero que deberían eliminar de sus hipótesis de trabajo con vistas a una utilización sustentable de un ecosistema tan vulnerable.
Aquí, la visión lineal y económica es una condición bajo la cual los científicos deben hacer sus trabajos, bajo la amenaza de dejar de recibir subsidios para investigación, y otros castigos con los que se los encamina dentro del dogma productivista. Entonces, más allá de que muchos de ellos puedan sentirse cómodos con el paradigma lineal, no debemos dejar de observar que dicho paradigma también dirige las políticas de investigación. El éxito alcanzado por los científicos que adoptan el “Dogma” es reforzador. De esta manera, se produce una especie de “selección natural” de los científicos con estructura de pensamiento lineal, o que la simulan, y una paulatina extinción de modos de pensamiento más complejos. Está claro que en este punto, mucho de lo que se sostiene como una “actitud científica” es propiamente una “actitud ideológica”.
La visión lineal es estrictamente una cuestión cultural, y se expresa en la forma en que la sociedad se relaciona con los suelos. En palabras de Maser (2005):
La cultura de una sociedad es la expresión de su modo de pensar dominante, el medio por el cual la gente elige unirse en armonía con la tierra o aprovecharse de ella de forma progresiva. Teniendo en cuenta el mismo pedazo de tierra, cada cultura produce un diseño diferente en el paisaje como resultado de la lógica dominante de su pensamiento, un patrón que es la plantilla de los valores personales expresadas en el colectivo social reflejados en el medio ambiente.
La lógica económica
Las decisiones productivas guiadas por los “precios”, bajo la consigna del crecimiento económico, tienen normalmente efectos rápidos que la sociedad ve como favorables, pero efectos a largo plazo que no son visibles, y que deterioran la base misma de la economía.
El principal problema con esto es que todo aquello que no tenga un precio asignado no existe. Así surgen lo que los economistas llaman “externalidades”. El desempleo, la delincuencia, la desnutrición infantil, ciertas enfermedades, son externalidades sociales, la pérdida de fertilidad, la de biodiversidad, la destrucción de ecosistemas, la contaminación de napas y acuíferos, la polución del aire, la acumulación de residuos, son externalidades ambientales. Las externalidades son subsidios socio-ambientales a los negocios de unos pocos. Una industria que contamina ahorra el dinero de la purificación de sus residuos. Una agroempresa que deteriora los suelos está tomando un subsidio en la forma de nutrientes y vida de la tierra. Una empresa dedicada a la fumigación jamás podría funcionar si tuviera que asistir médicamente a las personas que enferma con sus venenos o realizar esfuerzos económicos para restaurar la biodiversidad afectada. El conjunto de productores agrícolas de una región pueden darse el lujo de ganar más dinero porque ya no contratan el número de personas que antes contrataban, que ahora son desocupados que viven en los suburbios pobres y son asistidos por el estado. Estos subsidios siempre son asumidos por la sociedad en su conjunto, sea a través de subsidios para desempleados, sea a través de los impuestos que mantienen los hospitales, la policía, los comedores comunitarios, etc., sea directamente a través de la pérdida en la calidad de vida de los ciudadanos, o sea a través de la imposibilidad de que las futuras generaciones puedan gozar de un entorno ecosocial saludable en el cual desarrollarse.
En definitiva, al asumir las externalidades, todos los ciudadanos de la presente y de las futuras generaciones estamos subsidiando negocios de corto plazo que no representan beneficios más que para sus operadores directos. Cuando una empresa cualquiera no asume sus propias externalidades como un costo primario, su conducta es antiética e inmoral, cuando no directamente criminal. Cuando los gobiernos fomentan este funcionamiento, son cómplices.
Una de las características de la lógica económica es que todo es justificable en función de su “potencial de conversión”. Pero, como señala Maser (2005):
Aquí hay que hacer tres preguntas dentro de la teoría económica actual: 1- ¿Es nuestra construcción económica, que hace hincapié en el crecimiento continuo, posible? 2- ¿Es nuestra construcción económica, basada en el crecimiento continuo, deseable? 3- ¿La naturaleza implacable y codiciosa de nuestra construcción económica, trabaja en armonía con respecto a la sostenibilidad ecológica de nuestros ecosistemas?
En función de los antecedentes históricos en el uso y manejo de los recursos naturales, puede observarse que son más comunes los fracasos que los éxitos. El fracaso implica la pérdida de bienes y servicios ecológicos, pero también la de la capacidad de regeneración de los ecosistemas. El desarrollo económico en el contexto de la economía liberal prevaleciente, sólo es posible a costa de sobre-explotación de la naturaleza, lo cual a mayor o menor plazo, llevará a la degradación del sistema humano total (Mateucci, 2004).
Por otro lado, existe una razón más profunda por la cual la lógica económica no es adecuada para tratar con sistemas naturales como el suelo. Más allá de los esfuerzos crecientes por incorporar la naturaleza al mercado, cristalizados en la noción de “valoración de bienes y servicios ecosistémicos”, es imperativo comprender lo señalado por Gudynas (2002):
La reducción de la Naturaleza a un componente más dentro del mercado, termina diluyendo las particularidades del funcionamiento de los ecosistemas. En realidad la conservación apunta a asegurar tanto a los procesos ecológicos como a las especies vivas, y todo ello depende de una dinámica ecológica pero no de una económica. Si concebimos un ambiente natural, sin ninguna interferencia humana, este ecosistema se mantendrá dentro de su sustentabilidad bajo sus patrones ecológicos por sí mismo. Es necesario adelantar desde ya que la presencia humana, aun en el caso de que ésta sea ambientalmente saludable, no es necesaria ni indispensable para mantener la sustentabilidad ecológica. Por lo tanto, la dimensión ecológica del desarrollo sustentable es una propiedad de los ecosistemas y no del ser humano. El reduccionismo economicista no necesariamente reconoce esta cuestión, ya que al incorporar la Naturaleza al mercado, de alguna manera desarticula y anula el propio concepto de Naturaleza, reemplazándolo por términos como capital, servicios, bienes, productos, recursos, etc.
La eficiencia
El término “eficiencia” se emplea para designar dos tipos de mediciones distintas de los procesos. Por un lado, tenemos la “eficiencia económica”, que busca aumentar o mantener la cantidad de producto obtenido reduciendo el costo y minimizando las pérdidas de capital.
Por el otro lado, tenemos la “eficiencia energética”, que busca mantener la cantidad de producto reduciendo la energía empleada en el proceso.
Aumentar la producción, es decir la cantidad de producto que se obtienen, es uno de los objetivos de la agricultura industrial, y es algo que se logró a partir de la revolución verde. Es un planteo que busca la eficiencia económica y que a través de ciertas tecnologías y un uso creciente de combustibles fósiles, logra alcanzarla. Sin embargo, como hemos visto, existe una enorme cantidad de costos no asumidos, en la forma de pérdida de nutrientes, de MO, de erosión, etc., que de ser incluidos en los cálculos de costo beneficio, significarían una disminución de la rentabilidad que haría que otros planteos productivos, no industriales, fueran opciones genuinas frente a la agricultura industrial. Por otra parte, la eficiencia económica de la agricultura industrial no es eficiente energéticamente, ya que la relación entre la energía consumida y la energía fijada en el producto es muy baja.
La mayoría de los sistemas industriales modernos que dependen de combustibles fósiles son ineficaces en cuanto al uso de energía y no sostenibles a largo plazo. Los informes actuales sobre la escasez de petróleo y gas natural proyectan una escasez más seria en el futuro, lo que sugiere que la producción agrícola debería adoptar prácticas que conserven más energía, y sean ecológicamente sanas y sostenibles. Además de conservar energía fósil, las prácticas agrícolas sostenibles deben dar prioridad al uso de energía de fuentes renovables y a la conservación del suelo, el agua y los recursos biológicos” (Pimentel y Pimentel, 2001)
En función de la búsqueda permanente por aumentar la productividad y la eficiencia económica, es importante considerar lo consignado en el documento “Hacia una Agrigultura Sustentable del siglo XXI” (Goenaga, 2011) sobre la necesidad de realizar cambios sustanciales de rumbo en la agricultura. El documento señala que frente a la situación actual es urgente encarar transformaciones radicales tanto en lo tecnológico como en lo político y cultural. El trabajo cuestiona la agricultura industrial de escala, concentrada, de monocultivos, de altos insumos, corporativizada y con integración vertical, para proponer el cambio hacia sistemas agrícolas orgánicos, biodinámicos, naturales, diversificados que tiendan hacia una mayor sustentabilidad.
El documento indica que el énfasis dirigido únicamente al aumento de los rendimientos con mayor consumo de insumos, o a las ganancias económicas de corto plazo, está llevando a una severa degradación y contaminación de los recursos naturales y humanos, al cambio climático, al despoblamiento y al empobrecimiento del campo y sus pueblos con vastas secuelas socioeconómicas y políticas (pérdida de valores humanos, espirituales, culturales, declinación del espíritu democrático, la pérdida de la vida rural, al ocaso de los ambientes naturales y de sus culturas). Es necesario un cambio en las ciencias vinculadas a la producción de alimentos, con vistas a lograr abandonar la simpleza de maximizar la productividad, para elevar la mirada y estudiar escenarios de mayor complejidad, que abarquen asuntos más amplios, como el ambiente y la equidad social. Los paradigmas de la cultura “moderna” se transformaron en peligrosamente obsoletos. Las doctrinas actuales están amarradas a dogmas y modas que aumentan la vulnerabilidad, apoyadas en falacias como el endiosamiento de la tecnología, cayendo en la trampa de creer que los seres humanos pueden finalmente controlar y vencer a la naturaleza (Goenaga, Resumen, 2011).
El Optimismo tecnológico
Páez, (2004) sostiene que:
La idea de lo ilimitado está tan arraigada en nuestros subconscientes que los nuevos desarrollos tecnológicos siguen ignorando los límites, ofrecen la promesa de energía infinita, de modos de vida de abundancia para siempre: la economía del hidrógeno y la nuclear, la nanotecnología y la biotecnología, el internet y las diferentes posibilidades de comunicación instantánea y de transporte no son un ajuste a los límites materiales del planeta, a las leyes de la termodinámica. Desgraciadamente, la frustración tecnológica («Si pudimos poner un hombre en la Luna ¿por qué no podemos…?») no ha llevado al ser humano a replantear el uso de la tecnología, se sigue creyendo en posibilidades ilimitadas sólo que ahora ya no en nombre de una nación o de la humanidad, sino del lucro. Más aún, la revolución científico-técnica no ha ‘liberado’ al ser humano, al contrario, lo enajena, lo hace más vulnerable, incluso estúpido.
Los problemas se solucionan apelando a artilugios técnicos. Los problemas que generan los artilugios técnicos se solucionan con nuevos artilugios técnicos. Se presupone que el conocimiento científico debe marcar el rumbo de las decisiones políticas y de manejo.
Esta falacia está reforzada por la ilusión de que los desastres que la tecnología produce hoy serán solucionados por las respuestas tecnológicas del mañana, y de que siempre tendremos energía barata disponible.
El derecho “sagrado” a la propiedad privada
La idea de que el propietario de la tierra puede hacer lo que quiera con ella es un punto fundamental a los fines de la discusión tanto de la degradación de los suelos como de una futura ley de presupuestos mínimos del suelo.
La primera cuestión que surge está referida a magnitudes geométricas. Un título de propiedad, sea de una estancia o de un pequeño departamento, otorga la titularidad de un bien de dos dimensiones: una superficie. Sea medida en metros cuadrados o en hectáreas, sólo tiene dos dimensiones: frente y fondo.
En cambio, el suelo es un volumen, ocupa un espacio, tiene tres dimensiones: frente, fondo y profundidad. Es la única posibilidad de que se estructure como ecosistema y de que pueda ser definido como un bien tangible.
Ahora bien, los títulos de propiedad confieren derechos de superficie, y aquí es correcto hablar de reforma agraria, de distribución de tierras, de unidades mínimas productivas y otras cuestiones. Pero la pregunta de difícil respuesta es la siguiente: ¿pueden los derechos de superficie ser también derechos sobre el volumen? En otras palabras, ¿el dueño de la superficie de tierra, es también dueño de lo que está debajo de la superficie?
Si habláramos de recursos energéticos no renovables, o de minerales, estaría claro que el dueño de la superficie no es el dueño del recurso (sea oro, petróleo, gas natural, uranio, hierro, o lo que fuera). Ahora bien, el dueño de un campo, ¿es también dueño del fósforo, del nitrógeno, del potasio, del carbono, etc., que hay en su suelo? Se sabe que la flora y la fauna son bienes del estado, que pueden ser aprovechados en beneficio de las comunidades. Entonces, las comunidades bióticas del suelo, los organismos fundamentales para el mantenimiento de su salud y su fertilidad (sean lombrices, bacterias, hongos, vertebrados o invertebrados) ¿son del propietario de la superficie de tierra o son del estado?
Son preguntas que nadie se anima a responder, y quizá muchos ni siquiera se animen a hacer. Sin embargo merecen una discusión profunda si deseamos que nuestro país tenga un futuro eco-social menos comprometido, y si esperamos que sea un espacio apto para el “buen vivir” de nuestros descendientes.
El resultado de un vacío conceptual en este terreno creemos que es una de las principales causas del deterioro ambiental argentino junto con el resto de las creencias, especialmente la referida a que la economía debe marcar el rumbo de todas nuestras acciones. Los resultados de permitir, por ignorancia o por negligencia, que cada propietario haga en su campo lo que quiera se verá más adelante cuando tratemos la cuestión de la “tragedia de los bienes comunes”.
Mientras tanto, aceptemos provisionalmente que el derecho a la libertad de acción puertas adentro del hogar, garantizado por la constitución nacional, no es equivalente a un derecho a la libertad de acción “tranqueras adentro” del campo. Si los bienes naturales, incluyendo especialmente el ecosistema suelo, son propiedad del estado, y su conservación debe ser garantizada, también, por derecho constitucional, la libertad “tranqueras adentro” puede ser incompatible con la conservación del suelo.
Lamentablemente, en muchos casos de litigios por perjuicios sociales y ciudadanos de malas prácticas agrícolas fueron dirimidos a favor de productores agropecuarios, en el sentido de proteger la propiedad privada rural y el derecho a producir en “su” tierra.
En relación a la fertilidad de los suelos, Pablo Lerman (2011) propone considerarla un bien social de interés general, más que un bien para usufructo irrestricto por el propietario de la tierra. Para esto discute los alcances de los artículos 14 y 41 de la Constitución Nacional, para señalar que el derecho de cada particular (art 14) debe adecuarse de manera de no inferir injurias al derecho colectivo a un ambiente sano (art. 41). Se reconoce la necesidad de legislar sobre la explotación racional de los suelos “condicionando o gravando aquellas actividades que puedan afectar la salubridad y el equilibrio del ambiente y de su potencialidad productiva futura”. Si bien la discusión es necesaria, enfocarse sólo en el balance de nutrientes (fertilidad química) de los suelos, que es aquello que puede valorarse económicamente, deja afuera otros aspectos importantes.
Si bien estos temas están siendo considerados en el ámbito del derecho, seguirán, a nuestro criterio, sin tener una solución satisfactoria a menos que ocurran cosas tales como determinar el alcance de la noción de propiedad y tenencia, considerar al suelo como un ecosistema (es decir, un sistema viviente, un recurso natural renovable), que nociones como fertilidad incluyan la complejidad inherente a los procesos que la generan, que se prescinda de la noción de rentabilidad como única meta en la planificación productiva, que se propongan medidas de protección, conservación, restauración desde una visión ecocéntrica, etc.
La interesante discusión propuesta por Zaffaroni (2012) en torno a la naturaleza como sujeto de derecho, permite comenzar a analizar el tema de los suelos desde una visión más holística, más ajustada a su realidad ecológica, y más coherente con la noción del ser humano como parte de la naturaleza. Esencialmente Zaffaroni rescata la visión eco-céntrica o bio-céntrica presente en las nuevas constituciones de Ecuador y Bolivia. En el proceso de discusión hacia una ley de presupuestos mínimos del suelo, será fundamental establecer marcos conceptuales generales desde los cuales avanzar en los casos particulares.
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