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ALGUNOS RESULTADOS PATOLÓGICOS DE ESTE SISTEMA DE CREENCIAS SOBRE EL DERECHO DE PROPIEDAD Y LA TRAGEDIA DE LOS BIENES COMUNES
En ausencia de controles estatales, el suelo agrícola, la tierra viva, queda a expensas de lo que Garrett Hardin (1968) llamó “La tragedia de los bienes comunes”, una hipótesis derivada de la Teoría de los Juegos. Hardin plantea que dentro de la clase de los “Problemas sin solución” está el problema del crecimiento demográfico en un mundo finito, tema de actualidad por aquellos años. Evidentemente, en un mundo finito, con recursos finitos, el crecimiento poblacional llegaría a un límite en la capacidad de carga, y todo desembocaría en un desastre. Aplicando la teoría de los juegos, y suponiendo válida la tesis de Adam Smith de que las decisiones de un individuo serán las mejores para su sociedad, Hardin trajo a la memoria el trabajo de un matemático del siglo 19 para exponer su “tragedia de los comunes”. Dice Hardin:
Imagine un pastizal abierto para todos. Es de esperarse que cada pastor intentará mantener en los recursos comunes tantas cabezas de ganado como le sea posible. … Como un ser racional, cada pastor busca maximizar su ganancia. Explícita o implícitamente, consciente o inconscientemente, se pregunta, ¿cuál es el beneficio para mí de aumentar un animal más a mi rebaño? Esta utilidad tiene un componente negativo y otro positivo.
1. El componente positivo es una función del incremento de un animal. Como el pastor recibe todos los beneficios de la venta, la utilidad positiva es cercana a +1.
2. El componente negativo es una función del sobrepastoreo adicional generado por un animal más. Sin embargo, puesto que los efectos del sobrepastoreo son compartidos por todos los pastores, la utilidad negativa de cualquier decisión particular tomada por un pastor es solamente una fracción de -1.
Al sumar todas las utilidades parciales, el pastor racional concluye que la única decisión sensata para él es añadir otro animal a su rebaño, y otro más… Pero esta es la conclusión a la que llegan cada uno y todos los pastores sensatos que comparten recursos comunes. Y ahí está la tragedia. Cada hombre está encerrado en un sistema que lo impulsa a incrementar su ganado ilimitadamente, en un mundo limitado. La ruina es el destino hacia el cual corren todos los hombres, cada uno buscando su mejor provecho en un mundo que cree en la libertad de los recursos comunes. La libertad de los recursos comunes resulta la ruina para todos.
Ahora traigamos el ejemplo de Hardin a la realidad de la agricultura argentina. Aquí cada productor hace lo que cree conveniente, guiado normalmente por las racionalidades mencionadas antes, más que por los dictados del bienestar de su comunidad. Su interés particular está por encima del interés general, comunitario e intergeneracional. Sus decisiones se basan en las tendencias del mercado, fuera del alcance de visiones a largo plazo. Y en cierto sentido la sociedad espera que el productor haga esto. El sistema de creencias del productor es compartido por la sociedad.
Como muestra de esto, la política crediticia y de fomento, de bancos privados y del estado, cuando financia las actividades de la agricultura industrial con una alta tasa de retorno, es un estímulo directo a este modelo de funcionamiento que propicia “la ruina de todos”. Recordemos el caso mencionado de la desertificación del Partido de Patagones.
Evidentemente, la autonomía despiadada que cada productor agroganadero tiene en la Argentina sobre la manera de producir en su tierra, sin ningún tipo de control, ni tope, ni regulación, se asemeja a la situación referida por Hardin. Si su hipótesis es correcta, el destino de los suelos argentinos está sellado por las decisiones de cada productor bajo los mandatos del mercado globalizado y la coyuntura económica, esto es: en la medida en que cada productor busque su máximo beneficio persiguiendo la renta económica, el suelo seguirá siendo degradado hasta niveles en los cuales su recuperación será inviable técnica o económicamente en el corto y mediano plazo. Mientras tanto, las buenas prácticas agrícolas recomendadas por los organismos especializados quedan relegadas al anaquel de la biblioteca esperando que alguna vez alguien les quite el polvo.
Mientras la rentabilidad, la negación, el orgullo, impregnen las decisiones de manejo tranqueras adentro, todo lo que pueda “recomendarse” como buenas prácticas agrícolas desde organismos públicos será en vano. Bregar por la toma de “conciencia” de los productores (sean pequeños, medianos o pooles de siembra) es políticamente correcto, pero operativamente nulo. Al respecto, Garret Hardin sostiene que el recurso a la “conciencia” no hace efecto, y que las medidas “coercitivas”, mutuamente aceptadas, son la única manera de cambiar las cosas. Considerar las racionalidades imperantes, con sus valores y percepciones compartidas por la sociedad, y su vinculación con la tragedia de los bienes comunes, es un paso previo a la tarea de legislar sobre el suelo. Recordemos que ante la pérdida de resiliencia de los ecosistemas, especialmente el suelo, debemos entregar flexibilidad a las ideas que se tienen de él. La transformación cultural que se requiere para cambiar la tendencia es concurrente con el desarrollo consensuado de una ley de presupuestos mínimos sobre el suelo.
Es importante señalar que considerar al suelo como “recurso natural no renovable” es también consistente con el despliegue de la “tragedia de los bienes comunes”. Si un recurso es no renovable, entonces es finito y por ende se acabará en algún momento.
Esto estimula la estrategia de maximizar hoy el uso de ese recurso, frente al uso que otros puedan hacer a futuro.
También aquí resurge un problema mencionado antes: los títulos de propiedad confieren un derecho posesorio sobre una unidad de superficie, ¿pero qué dicen sobre lo que está debajo? Las diferencias de magnitud entre superficie y volumen (metros cuadrados vs metros cúbicos) expresan una diferencia sustancial de apreciación sobre lo que son los bienes comunes, y sobre el derecho a explotación de los mismos. Establecen asimismo una barrera física y conceptual para el tema central, la dicotomía entre posesión catastral y procesos ecológicos que se desarrollan en el interior del suelo. Son dos niveles lógicos completamente diferentes en el análisis, en la organización y en la evaluación.
Uno de ellos, la superficie, refiere a la transitoriedad posesoria de un bien inmobiliario, el otro, el volumen bajo la superficie, refiere a los procesos ecológicos subyacentes a nuestra supervivencia como sociedad. Mezclarlos en una disputa retórica sobre tenencia y derechos es no hacer honor a la abismal diferencia que separa estos niveles.
Confundirlos en una disputa económica o política es allanar el camino para la realización de la “tragedia de los comunes” en el seno de nuestros ecosistemas. Aquí, más que en ningún otro aspecto, requerimos y necesitamos el empleo riguroso del lenguaje y de la razón. No hay lugar en este espacio del discurso para ambigüedades. De las definiciones que surjan en torno a esta cuestión central dependerá el futuro de las nuevas generaciones de argentinos.
LAS SOLUCIONES ADICTIVAS
Es evidente a esta altura que el “problema superior” del suelo responde a que por un lado no se reconoce su integridad como ecosistema, y que por el otro, las prácticas abundan en rápidas y sencillas soluciones técnicas que sólo atacan un síntoma (bajan los nutrientes, entonces fertilizamos químicamente; se reduce la materia orgánica, entonces rotamos con maíz o proponemos el agregado de carbono, pero seguimos cultivando; aumenta la acidez, entonces aplicamos sustancias que la bajan; aparecen plagas, entonces aplicamos plaguicidas, se erosiona por sobrepastoreo el suelo de un bosque, entonces implantamos una pastura exótica, etc., etc.), con el agravante de que en general con cada una de estas soluciones que atacan a los síntomas reducimos aún más la integridad del suelo, es decir, reforzamos los procesos que lo desintegran. El resultado es que los síntomas reaparecen, o se agudizan, y entonces vuelven a aplicarse las mismas soluciones sintomáticas que no arreglan o agravan el problema principal.
Estas “soluciones” son medidas circunstanciales para atacar un síntoma, que a través de la costumbre se transforman en prácticas dogmáticas que nadie dentro del sistema podría cuestionar seriamente sin arriesgarse a ser considerado utópico, ridículo, inadaptado o “radical”. Dado que no resuelven los desequilibrios iniciales, las soluciones sintomáticas generan dependencia, son adictivas, porque trabajan fuera del sistema, sin reconocer los procesos mayores que se encuentran en problemas. Una vez dogmatizado su uso la industria y el estado se ocupan de encontrarles algún beneficio social o ecológico, que por supuesto no tienen. Además, se pierde de vista la importancia de solucionar las causas primarias del problema, los desequilibrios generados por nuestra actividad.
Cuando las soluciones sintomáticas causan nuevos problemas, se pone el esfuerzo en buscar nuevas soluciones sintomáticas para resolver los problemas causados por las primeras. A los problemas generados por medidas circunstanciales y adictivas, se proponen nuevas soluciones circunstanciales y más adictivas. A veces sólo se trata de subir la “dosis”. A medida que se avanza, de “solución” en “solución”, la integridad de los suelos retrocede de manera irreversible.
Este proceso fue descrito con precisión por Peter Sange (2011) como uno de los arquetipos sistémicos que conducen a un mal funcionamiento o incluso la desaparición de un sistema. Una de sus consecuencias es que genera procesos de adicción a las soluciones fáciles. El sistema se vuelve dependiente de un paliativo que no resuelve los problemas de base, pero alivia los síntomas. Este arquetipo es el llamado “Desplazamiento de la Carga”. En palabras de Sange:
Esta estructura explica una amplia gama de conductas donde las “soluciones” bien intencionadas empeoran las cosas en el largo plazo. La “solución sintomática” —solución del síntoma— es tentadora: se logran mejoras aparentes, se elimina la presión externa o interna para “hacer algo” acerca de un problema urgente. Pero el aplacamiento del síntoma también reduce la necesidad percibida de hallar soluciones más fundamentales. Entretanto, el problema subyacente permanece intacto y puede agravarse, pues los efectos laterales de la solución sintomática dificultan aún más la aplicación de la solución fundamental. A través del tiempo, la gente depende cada vez más de la solución sintomática, que se transforma cada vez más en la única solución. Sin que nadie tome una decisión consciente, la gente ha “desplazado la carga”, pasando a depender cada vez más de soluciones sintomáticas. Esta estructura es insidiosa porque alienta un sutil ciclo reforzador, aumentando la dependencia respecto de la solución sintomática. Esta es la dinámica genérica de la adicción. Casi todas las formas de adicción tienen una estructura subyacente de “desplazamiento de la carga”. Todas involucran soluciones sintomáticas, la atrofia gradual de la aptitud para concentrarse en soluciones fundamentales y una creciente dependencia respecto de las soluciones sintomáticas. Según esta definición, las organizaciones y las sociedades son tan propensas a la adicción como los individuos.
Podemos ejemplificar esto con algunos casos. El DDT, por ejemplo, fue descubierto en la década de 1930, y se lo comenzó a utilizar como insecticida en agricultura y para proteger de la malaria a las tropas que estaban en ultramar, a principios de 1940. El DDT era un remedio que atacaba los síntomas. En 1950 se sabía que era tóxico para muchos otros animales, aparte de las plagas. Para ese entonces, sin embargo, se habían hecho grandes inversiones en la industria para producirlo. Los insectos plaga se estaban haciendo inmunes a él, los predadores de esos insectos morían por millones, la población humana crecía y demandaba el uso de más y más DDT. En palabras de Bateson (1972), “el mundo contrajo una adicción a algo que otrora había sido una medida circunstancial, y ahora sabemos que es un serio peligro”. El DDT se desparramó por todo el mundo. A partir de 1970 se lo comenzó a prohibir o a controlar su uso. Sin embargo, se encontraron cantidades significativas en pingüinos de la Antártida y en la leche de madres que nacieron luego de su prohibición.
El Glifosato como insumo estratégico. Hace unos años, una polémica desatada en torno al herbicida glifosato generó una vehemente respuesta por parte del gobierno, de las asociaciones de productores y de los institutos de investigación. Prohibir el glifosato era como quitarle el agua a un sediento. Esto quedó expresado claramente en un mensaje presidencial donde en un párrafo se afirma que se creará una comisión especial para investigar las denuncias de contaminación en el barrio Ituzaingó de la ciudad de Córdoba, y algunos párrafos más adelante, expresa que se crearán mecanismos para que en caso de aumentar el precio del glifosato, los productores puedan acceder igual a este “insumo estratégico”. Nadie imagina la agricultura argentina sin glifosato, es decir, el grado de dependencia y adicción es total. Lo cierto es que son muchos los que advierten que esto significa una patología. Enrique Martínez (2011) lo expresa claramente:
Pocas afirmaciones resultan tan dolorosas, en cuanto a marcar el destino comunitario, como aquellas que han señalado que ‘si se prohíbe el glifosato la Argentina – o el campo – quiebra’. La antinomia planteada resulta patética, en tanto se contrapone la calidad de vida con el éxito económico de emprendimientos privados, cuando en realidad, no hay otro camino que buscar que esta última meta no entre en conflicto con aquel objetivo superior.
Cuando se usan fertilizantes químicos aumenta la productividad, cuando no se usan disminuye. Pero como vimos, la fertilización química puede enmascarar la pérdida de fertilidad natural de los suelos, por lo cual usar fertilizantes puede reducir la capacidad natural de los suelos. A medida que se usan más fertilizantes se reduce más la fertilidad natural, por lo cual, usar fertilizantes puede derivar en una conducta adictiva basada en el mantenimiento de la productividad, pero a expensas de la fertilidad natural.
Por su parte, el estado, a través de distintos gobiernos, también refuerza el operar “adictivo” del sistema al compartir junto a productores y empresas su visión de que el aumento de la productividad a costa del ambiente por razones de coyuntura económica es correcta y racional. De esta manera, el gobierno declina su condición de regulador, para transformarse en una parte de la cadena que obtiene beneficios económicos a partir de una renta obtenida mediante la degradación del ambiente y la sociedad.
Además, fortalece este funcionamiento con políticas crediticias y produciendo gastos compensatorios (subsidios a la pobreza, planes de ayuda en barrios marginales crecientes, etc.) destinando fondos de aquella renta inicial. A lo fines de comprender hasta qué punto las políticas públicas en torno a la producción tienen consecuencias sociales, sería muy importante evaluar si se cumple la “Ley de Leipert”, según la cual los gastos compensatorios aumentan más rápido que el PBI, llegando al absurdo de que “la economía debe seguir creciendo para proteger a los ciudadanos del crecimiento de la economía”, en términos de Martínez Alier (1998). Llegado cierto punto, los mismos gastos compensatorios también funcionan como soluciones adictivas en tanto no se encaminan a la solución del problema principal.
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