Carlos Merenson

Parafraseando a André Gorz, en “Su ecología y la nuestra”, se puede afirmar que, en un primer momento, todos los productivistas, ya sea neoliberales o progresistas, dicen que quienes pretendemos proteger el ambiente impedimos el crecimiento de la economía desde posiciones anticientíficas y otros argumentos por el estilo, pero, cuando las circunstancias y la presión se hacen irresistibles, conceden lo que ayer negaban y, fundamentalmente, no cambia nada. Cuando, después de haber resistido durante mucho tiempo, finalmente ceden porque el impasse ecológico se ha convertido en ineluctable, integran este inconveniente como han integrado todos los demás. Por eso es necesario de entrada plantear la cuestión francamente: ¿qué queremos? ¿un productivismo que se acomode a los “inconvenientes” ecológicos o un verdadero cambio económico, social y cultural que termine con los inconvenientes del productivismo y conduzca a una sociedad convivencial y verdaderamente “sostenible”?

Es en este contexto que, frente al anuncio de un proyecto de ley que establece un “Régimen de Fomento al Desarrollo Agroindustrial Federal, Inclusivo, Sustentable y Exportador” y por el tenor de los discursos con los que fuera anunciado, se hace necesario formular algunas observaciones.

Como punto de partida permítame poner en duda la calificación de “sostenible” para el modelo que se pretende impulsar. Y aclaro que empleo aquí el término “sostenible” y no “sustentable” -como lo hacen los autores del proyecto- en tanto no es correcto su empleo en idioma español para referirse a la protección del ambiente,[1] tal es así que -a manera de ejemplo- téngase en cuenta que el área ambiental del gobierno nacional -correctamente- se denomina “Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible”.

Pero aquí no son las cuestiones semánticas las más importantes, lo importante es tener en claro que no existe un modelo agroindustrial sostenible desde el punto de vista ecológico. Es un modelo inherentemente insostenible.[2] Calificarlo como sostenible es un oxímoron. Lo que existen son dos modelos absolutamente diferentes: el agroecológico y el agroindustrial, sin posibilidad de hibridación entre ambos, razón por la cual resulta gatopardista el intento de pintar de verde al insostenible modelo agroindustrial por el mero empleo de la novedosa denominación de: “agrobioindustrial” usada por el ministro de Agricultura, Ganadería y Pesca, Julián Domínguez, cuando afirma que el proyecto ley de Fomento para el Desarrollo Agroindustrial, es «el camino» para posicionar a Argentina como «líder AGROBIOINDUSTRIAL» remarcando que «entre los objetivos específicos es poder exportar US$ 100.000 millones y la meta de 200 millones de toneladas» de producción de cereales, oleaginosas y legumbres en 2030.

Lo cierto es que el modelo agroindustrial es anacrónico y marcha a contramano de los cambios que se deben concretar en el más corto plazo posible. Es su extrema dependencia del suministro de petróleo, gas y otros recursos no renovables -sin los cuales no resulta viable- que lo torna vulnerable ante la creciente escasez de recursos naturales, energía y minerales que ha surgido en la escena internacional en los últimos años. Este es uno de los factores que debería hacer que se preste atención y se fomente por todos los medios a la agroecología, como la única alternativa capaz de lograr altos rendimientos agrícolas con un uso mínimo de fuentes fósiles de energía e insumos externos al ecosistema. Por otra parte, no se puede seguir imaginando que las cadenas logísticas orientadas al comercio internacional de larga distancia de las últimas décadas se podrán mantener en un mundo caracterizado por el descenso energético, ni seguir imaginando que el transporte de mercancías por carretera se podrá mantener en largas distancias todo lo cual obliga a un profundo replanteo.

Es por lo anterior que el proyecto de ley de promoción agroindustrial resulta anacrónico en tanto carece de sentido promover un modelo inviable e insostenible que solamente beneficia a muy pocos.

El presidente de la Sociedad Rural Argentina, en noviembre de 2019, afirmaba que durante el gobierno de Cambiemos se aplicaron las ideas que fueron el mejor camino para el “campo” y es tal afirmación la que conduce a preguntarnos si las ideas que le hicieron “tanto bien” al campo, son las mismas que desembocaron en un escenario socioeconómico caracterizado por el aumento de la inflación; caída en el consumo privado y en la inversión; saldo comercial promedio mensual negativo; pérdida del empleo privado; aumento del desempleo; aumento de la pobreza y la indigencia; significativo aumento en el número de los trabajadores que pagan impuesto a las ganancias sobre los salarios; caída en el consumo anual per capita de leche y de carne; caída en las ventas de las PYMES; reducción en el número de empresas; caída en la demanda de energía y del cemento; caída del salario mínimo y la jubilación mínima; pérdida de la capacidad de compra de medicamentos; caída en la participación de los trabajadores en el PBI; descomunal aumento tanto en la tasa de política monetaria como en la cotización de la divisa estadounidense; derrumbe en la producción automotriz y textil; caída en el sector de la construcción; retroceso en el empleo industrial y de las exportaciones de manufacturas de origen industrial; colosal incremento de la deuda pública bruta y de la deuda externa; récord en el incremento del riesgo país e inusitada aceleración en la fuga de capitales.

Todo lo anterior, sin considerar los impactos ambientales que le son inherentes al modelo agroindustrial y que se proyectan como externalidades hacia toda la sociedad.

Veamos entonces los impactos que necesariamente traerá aparejada la meta de producir 200 millones de toneladas de granos para fines de la corriente década, ello significa aumentar nuestra producción total de cereales y oleaginosas en un 50% respecto de la cosecha 2018/19 y de aproximadamente un 100% respecto del promedio de la última década.

Hasta la fecha existen tres maneras principales para aumentar la producción agrícola: incrementar la frecuencia de las cosechas (a menudo mediante el regadío); aumentar los rendimientos o expandir el área de sembrada.

En “¿Agricultura Sostenible o Síndrome Pamphúmedo?”[3] he aportado los datos e información que demuestran que únicamente se pueden alcanzar metas de producción como la que se acaba de anunciar, mediante la expansión del área sembrada y que esa expansión se dará en la región en la que se encuentra el 80% de los bosques nativos remanentes de nuestro país.

No resulta posible alcanzar una producción de 200 millones de toneladas de granos sin un aumento del área sembrada hasta totalizar unos 57 millones de hectáreas o lo que es igual, sembrar 20 millones de hectáreas adicionales a la actual área sembrada y aquí es donde nos podemos preguntar cómo se podrán sumar esos 20 millones de hectáreas sin arrasar los bosques nativos remanentes de Argentina.

En “Primera Estimación del Pasivo Socio-ambiental de la Expansión del Monocultivo de Soja en Argentina”,[4] he analizado el impacto económico del extractivismo agrícola que se manifiesta con un particular tipo de pasivo que raras veces es contabilizado y que equivale a la suma de todos los daños no compensados producidos en forma directa e indirecta por las actividades productivas a las comunidades locales o a la sociedad en general y al ambiente; como así también, el valor de los servicios recibidos del ambiente, que hacen posible las actividades productivas y que no son compensados o contabilizados como costos de producción. El pasivo ambiental es en realidad una deuda hacia los titulares del ambiente, hacia la comunidad o país donde opera la empresa. En el trabajo arriba mencionado, he determinado que, computando deforestación, pérdida del servicio ambiental de secuestro y almacenamiento de carbono, erosión de suelos y exportación de nutrientes, surge que el Pasivo Ambiental del monocultivo de soja en Argentina para la Campaña 2007/2008 totalizó aproximadamente cuatro mil quinientos millones de dólares.

El gran desafío que tenemos por delante es el de sobreponernos al síndrome “Pamphúmedo” para lo cual tendremos que abandonar la cultura extractivista de muy negativas repercusiones socio-ambientales y económicas, tal como lo demuestra la larga experiencia regional en la materia, que solo sirvió a una inserción internacional subordinada y funcional al modelo comercial y financiero hegemónico, prácticas que solo se volcaron a la maximización de la renta para pocos y la externalización de impactos sociales y ambientales para muchos.

Frente a los grandes desafíos que nos toca enfrentar tenemos la oportunidad -única e inaplazable- para iniciar una transición hacia otras formas de vivir, producir, trabajar, consumir, alimentarnos y desplazarnos. Existen condiciones objetivas para un cambio y en la sociedad crece el nivel de consciencia sobre la crisis ecosocial. La preservación de la vida, la actividad económica, el empleo, la solidaridad, la democracia y el bienestar de tod@s hoy requiere fusionar los conceptos de justicia social y justicia ambiental en una justicia ecosocial. Un nuevo tipo de justicia que, parafraseando a Florent Marcellesi, sea capaz de reconciliar las luchas por llegar a fin de mes con las luchas por alcanzar una sociedad convivencial y auténticamente sostenible.


[1] Definición de sostenible en el diccionario de la RAE: adj. Especialmente en ecología y economía, que se puede mantener durante largo tiempo sin agotar los recursos o causar grave daño al medio ambiente. Desarrollo, economía sostenible.

[2] Ver: El insostenible modelo agroindustrial – LA (RE) VERDE (laereverde.com)

[3] Ver: ¿Agricultura sostenible o Síndrome “Pamphúmedo”? – LA (RE) VERDE (laereverde.com)

[4] Ver: Primera Estimación del Pasivo Socio-ambiental de la Expansión del Monocultivo de Soja en Argentina – LA (RE) VERDE (laereverde.com)