En junio de este año se cumplirán 50 años de la Conferencia de Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente Humano celebrada en Estocolmo en 1972. Con ella se activó la agenda ambiental dentro del sistema de Naciones Unidas y a ella le siguieron conferencias, cumbres, acuerdos, declaraciones, programas, foros, convenios y convenciones generando una intrincada y burocrática red caracterizada por su total ineficacia.
Los resultados saltan a la vista. Basta mirar la realidad con sinceridad para ver que hay un gran deterioro de nuestra casa común. Así, por ejemplo, como no sentir desaliento al observar el gráfico construido en base a las concentraciones de CO2 medidas en el observatorio de Mauna Loa desde 1960; o con los datos promedio mensual de dióxido de carbono promediado a nivel mundial, donde claramente se puede ver como sus concentraciones atmosféricas no han detenido la tendencia ascendente desde 1980, situándose en octubre 2021 en 414,01 ppm.

El mismo desaliento se puede experimentar con la evolución de las concentraciones de otros gases efecto invernadero; con el aumento en el número de especies extinguidas o las amenazadas; con el aumento del área deforestada o desertificada. Me animaría decir que prácticamente cualquier variable ambiental relevante que se analice muestra una notable desmejora respecto de la que se tenía en la década de 1970 y obviamente, otro tanto acontecería si analizamos la manera en la que se ha concentrado la riqueza y se ha extendido la pobreza y el hambre en el mundo.
Es entonces que comienzo a preguntarme si no sería mejor que la próxima Conferencia de las Partes de cualquiera de los acuerdos ambientales internacionales fuera la última CoP. Basta de hipocresías, basta de perder tiempo, dinero y esfuerzos. Si algo tengo por seguro, es que ninguna solución surgirá de las amañadas reuniones donde políticos, diplomáticos y tecnoburócratas han desfilado y desfilan -desde la Conferencia de Estocolmo hasta nuestros días- negociando las mil y una maneras de cambiarlo todo para que nada cambie.
Está claro que las elites del poder económico y político han cooptado toda negociación que pueda desembocar en un verdadero cambio de rumbo desde un sistema productivista y consumista, responsable de la crisis ecosocial globalizada; hacia un sistema socioeconómico convivencial y verdaderamente sostenible.
Cuando no haya nadie negociando reducciones de emisiones y simultáneamente la manera de nunca alcanzarlas; cuando ya no haya nadie negociando la conservación de especies amenazadas y amenazando cada día a un mayor número de especies, entonces es posible que se comience a buscar una solución verdadera. Cuando no exista el efecto placebo que proyecta sobre la sociedad la existencia de los falsos acuerdos ambientales internacionales, es posible que la gente reaccione contra las verdaderas causas del deterioro ecosocial. En otras palabras, cuando la gente logre diferenciar -como lo proponía Gorz- entre “su ecología”, que persigue un productivismo que se acomode a los inconvenientes ecológicos y “nuestra ecología”, que plantea la necesidad de un cambio radical económico, social y cultural que suprima los inconvenientes del productivismo y, por ello, instaure una nueva relación de los hombres con la colectividad, con su ambiente y con la naturaleza, recién entonces se podrá abandonar la senda de las esperanzas traicionadas para comenzar a recorrer la transición hacia una manera de vivir diferente que pueda dar respuestas verdaderas a los desafíos ecosociales que hoy amenazan desembocar en colapso civilizatorio.
Nos encontramos en un momento en el que las teorías del productivismo neocapitalista de la mano invisible, del Estado mínimo y del acceso colectivo a la aldea global de la prosperidad y el bienestar han sido refutadas en los hechos. Se ha configurado un escenario en el que se hacen presentes características anticipadas en el escenario estándar de los Límites del Crecimiento (1972) y el Tecno-marrón de Holmgren (2007), que preanuncian la proximidad de un punto crítico en el sistema socioeconómico, lo cual resulta una contundente corroboración de las hipótesis que sostienen el núcleo duro ideológico del ecologismo sobre los límites del crecimiento y el antiproductivismo, creando así las condiciones propicias para el inicio de un verdadero proceso de cambio en el que cada vez, un mayor número de personas, se decida a vivir por afuera del sistema, a hacer de la convivencialidad su manera de vivir; creando zonas libres de productivismo; multiplicando comunidades unidas bajo principios fundamentales como: justicia ecosocial; respeto por la diversidad; no violencia, democracia participativa, sabiduría ecológica y sostenibilidad.
Puede que, de esta manera, la próxima cumbre mundial ya no sea convocada desde el insostenible productivismo, para descomprimir la presión ambiental y seguir con el negocio como de costumbre y en su lugar, sea convocada, desde la razón ecosocial, para desmantelar -definitivamente- la razón productivista.
A primera vista puede parecer imposible, utópico, pero recordemos que, parafraseando a Iván Illich, en el colapso, lo imposible puede hacerse posible y lo utópico, puede revelar su realismo extremo.