Carlos Merenson

Si no cambiamos nuestra dirección, es muy probable que terminemos en el lugar hacia dónde vamos.

Proverbio Chino

Cuando en política se habla de antagonismos, se piensa inmediatamente en el existente entre capitalismo y socialismo; o en los que se hacen presentes dentro de los propios campos del socialismo o del capitalismo como, por ejemplo, los fuertes antagonismos entre neoliberales y neoprogresistas; o las corrientes ultraliberales que antagonizan con el sistema político en su conjunto, pretendiendo ser los portadores de una auténtica teoría crítica, entendida como aquella capaz de poner en tela de juicio el orden social existente de manera global, pretensión que se encuentra muy lejos de ajustarse a la realidad, tanto en el caso de los ultraliberales, como en el resto de las expresiones políticas que, si bien muestran profundas diferencias y relaciones antagónicas en cuanto a sus visiones socioeconómicas y políticas sobre el manejo de los bienes, los mecanismos de producción y el rol del Estado, muestran similitudes que, parafraseando a Jonathon Porritt[1], son de mayor significación que sus diferencias, puesto que están unidos en una ideología común, transformada así en una “superideología” que lo abraza todo: el productivismo.  

Es así como el muy amplio y heterogéneo grupo de corrientes de pensamiento productivista que se desprenden de los troncos del conservadurismo, liberalismo o socialismo coinciden en hacer suya la doctrina mecanicista[2], en adoptar una posición antropocéntrica y una actitud imperial respecto del resto del mundo natural, en promover una ética materialista como el mejor medio de satisfacer las necesidades de la gente (Porritt); coinciden en su visión economicista y su rechazo a la existencia de límites para el crecimiento, convencidos que con la combinación “virtuosa” de ciencia, tecnología e industria pueden superar cualquier límite, y a esa permanente superación de límites es a la que asumen como sinónimo de progreso. Se trata de un ideal victoriano de progreso basado en la creencia de que existe un patrón de cambio en la historia de la humanidad […] constituido por cambios irreversibles orientados siempre en un mismo sentido, y que dicho sentido se encamina a mejor[3].

Desafiando toda lógica, bajo la razón productivista los recursos, en lo que se refiere a materiales y energía, son inagotables; el crecimiento en el nivel global de la economía puede continuar eternamente y la sustitución de un material o una forma de energía por otra puede continuar indefinidamente aun cuando en la realidad las reservas totales sean limitadas.

Un fiel representante de este pensamiento, el ex presidente de Estados Unidos, George W. Bush (padre), en 1992, afirmaba que: Hace veinte años, algunos hablaron de los Límites del Crecimiento, y hoy nos dimos cuenta de que el crecimiento es el motor del cambio y el amigo del medio ambiente. Afirmación que la evidencia acumulada en las últimas tres décadas se ha encargado de desmentir: el infinito crecimiento antes que motor del cambio es símbolo de continuidad del sistema imperante y está muy lejos de ser el amigo del ambiente, como lo atestiguan la crisis antropogénica en el sistema climático; la pérdida de los componentes de la diversidad biológica o las diferentes y graves formas de contaminación.

Tampoco el crecimiento, conviene aclararlo, ha sido amigo de la justicia social. Prueba de ello es el imparable proceso de concentración de la riqueza y el aumento de la pobreza y el hambre en el mundo.

Convencidos de la inexistencia de límites para el crecimiento, se desarrolló, lo que Ted Trainer[4] califica como, una globalizada economía de crecimiento, un sistema en el que la mayoría de las estructuras y procesos centrales entrañan crecimiento, sin el cual, todo se desmorona. Es la común obsesión productivista con el infinito crecimiento, lo que impide imaginar otro tipo de economía, una que sea verdaderamente sostenible[5].

Considerando al liberalismo y al marxismo, como extremos del arco político productivista, resulta oportuno aquí citar a Cornelius Castoriadis[6] cuando menciona que ambos: expresan el imaginario de un control y un dominio racionales sobre la naturaleza y la sociedad, ambos se apoyan de manera explícita en la fantasía de la omnipotencia de la técnica. Para ambos, lo que se encuentra en el centro de los intereses de la humanidad es la satisfacción de las necesidades materiales”. Agrega Castoriadis que resulta inútil discutir esta idea por sí misma; vemos lo que hoy ocurre con ella. Tres cuartas partes de la humanidad no pueden satisfacer ni siquiera de manera elemental estas necesidades, y la cuarta parte restante está atada, como una ardilla a su rueda, persiguiendo la satisfacción de las “necesidades” nuevas, manufacturadas día tras día ante nuestros ojos.

El productivismo, aun cuando se hace presente tanto en el capitalismo como en el socialismo, ha encontrado en el primero, definido como un sistema histórico que prioriza la acumulación incesante de capital, su mejor interprete. Como bien lo sostiene Michael Löwy[7] es necesario advertir la relación existente entre productivismo y lógica de la ganancia. Este aspecto resulta sumamente importante porque es el que conduce en el capitalismo a acentuar, agravar y acelerar las consecuencias ecosociales del productivismo. Así, por ejemplo, dentro de las corrientes capitalistas del productivismo, hoy hegemónicas, además de las similitudes ya señaladas entre todas las corrientes de pensamiento, se hace presente el consumismo y en expresiones neoliberales, se agrega la lógica del mercado[8] y el darwinismo social[9].

Es en el capitalismo, que la razón cristalizó en el Homo economicus, cuyas creencias resultan obsoletas y peligrosas. Este agente económico es presentado como un individuo “racional” que busca optimizar su utilidad o satisfacción con un esfuerzo mínimo, dentro de su estructura de restricciones.

El filósofo español Ramón Alcoberro, discute este concepto y su caracterización. Para él, se trata de: Una abstracción conceptual o, mejor, un modelo y una previsión que hace la ciencia económica sobre el modelo de comportamiento humano perfectamente racional, que es definido por tres características básicas: el «homo economicus» se presenta como “maximizador” de sus opciones, racional en sus decisiones y egoísta en su comportamiento. La racionalidad de la teoría económica descansa sobre la existencia y las “virtudes” calculadoras de ese individuo, que actúa en forma hiper-racional a la hora de escoger entre las diversas posibilidades[10].

Obviamente las “virtudes” del Homo economicus o del idiota moral, como lo califica Alcoberro, son compatibles con la razón productivista pero absolutamente incompatibles con la preocupación por el bien común, es decir, por el cuidado, protección y conservación de la ecósfera.

Una importante conclusión: los antagonismos entre corrientes de pensamiento productivista (antagonismos interproductivistas) que giran sobre la contradicción existente entre capital y trabajo, si bien pueden conducir a cambios sociales revolucionarios, resultan absolutamente inconducentes en cuanto a la posibilidad de evitar un colapso civilizatorio, siendo que, ninguna de tales corrientes, puede evitar que los problemas ambientales se transformen en crisis ecosociales y que estas se globalicen. Las crisis ecosociales son inherentes al productivismo y no pueden evitarse y menos resolverse usando el mismo marco mental que las generó.

Los niveles de producción y consumo en el mundo desarrollado se han conseguido a costa de agotar recursos naturales y energéticos, y de romper equilibrios ecológicos de la Tierra, mientras el resto de los habitantes del planeta, que viven en los países periféricos, luchan denodadamente por imitar tales insostenibles patrones de producción y consumo. De esta manera, las tendencias de crecimiento continuo, ineludiblemente, conducen a un colapso civilizatorio, sin margen que haga posible la reforma de un sistema que ha adquirido su propia inercia y al que resulta imposible detener o ralentizar su marcha. El sistema-mundo productivista ha quedado preso de su propia contradicción: si no crece, se derrumba, y si crece, destruye las bases naturales que lo alimentan.

Hemos visto que las corrientes políticas tradicionales, por encima de sus diferencias, pueden agruparse bajo el común denominador de productivistas. Este agrupamiento permite visualizar el surgimiento de un nuevo antagonismo político, como el que se genera a partir de la irrupción de las diferentes corrientes de pensamiento antiproductivistas del ecologismo, particularmente, aquellas que adoptan a la Ecología Política[11] como su ideología.

Las corrientes de pensamiento antiproductivistas coinciden en cuanto a plantear la necesidad de descentralizar a los seres humanos en las relaciones sociedad-naturaleza[12] encuadradas en la que Donald Worster[13] califica como Tradición Arcadiana; en admitir la existencia de límites biofísicos para el crecimiento y en entender al progreso como sinónimo de capacidad de adaptación a aquellos límites que no deben ser superados, evitando generar una demanda sobre la naturaleza que exceda el suministro de la biosfera o su capacidad regenerativa. Sus esfuerzos se centran en buscar la manera de salir del insostenible modelo de sobregiro ecológico, inherente al negocio como de costumbre, tercamente impulsado por los productivistas.

El antiproductivismo, que gira sobre la contradicción capital-naturaleza, al cuestionar el sustrato superideológico en el que se apoyan las estructuras y superestructuras del sistema-mundo productivista, aparece como portador de una teoría crítica verdadera. Alain Lipietz señala que: más allá de los derechos humanos o de la redistribución de las riquezas, del poder y la propiedad, la Ecología Política exige una transformación profunda de la vida material, de la manera misma de producir, consumir, de compartir la vida de la comunidad. En este sentido, aparece como “más radical” (yendo más a la raíz de las cosas) que todas las ideologías progresistas previas[14].

En la dialéctica productivista-antiproductivista resulta conveniente detenerse para analizar -brevemente- las causas que definieron la actual hegemonía del productivismo o lo que es igual, la mayoritaria adhesión al objetivo del crecimiento ilimitado y, consecuentemente, el rechazo a la existencia de límites para el crecimiento.

En esa dirección resulta interesante la manera en la que Carl Sagan[15] analizaba el rechazo que generó en la década de 1970 la publicación de Los Límites del Crecimiento[16], describiendo lo que identificaba como la maldición de Casandra cuyas terribles profecías eran sistemáticamente ignoradas, como también lo fue el mensaje que transmitía el Informe Meadows. Sagan propone como explicación de este comportamiento al hecho de que: cuando nos enfrentamos con una predicción ominosa que alude a fuerzas inmensas sobre las que no es fácil ejercer influencia alguna, mostramos una tendencia natural a rechazarla o no tomarla en consideración. Si bien esta reacción se hace presente en aquellos que rechazan la existencia de límites naturales y se aferran a la fantasía del infinito crecimiento, otros factores también operan en su opción productivista.

En el caso de los grupos de poder económico, obviamente, su comportamiento responde a la defensa que ejercen de un modelo del cual son los principales beneficiarios y, como lo sostiene Latouche, lo que rechazan son los límites para un crecimiento cuyo motor no es otro que la búsqueda de ganancia por los poseedores del capital y cuyas consecuencias son desastrosas para el ambiente y, por lo tanto, para la humanidad.

Por su parte, en el rechazo a la existencia de límites para el crecimiento que se hace presente en el grueso de la sociedad, opera otro poderoso factor, un axioma, transformado en el principal elemento desmotivador para desprenderse de las fantasías prometeicas del productivismo: no existe alternativa al sistema-mundo productivista[17], axioma que se ha adoptado resignadamente, incluso cuando resultan evidentes las lacras de pobreza y degradación ambiental del sistema.

Carles Foguet[18] rescata el pensamiento del economista Albert O. Hirschsman, quien identificó y describió las estrategias de miedo, alarma social y riesgo que las fuerzas conservadoras y reaccionarias emplean para dificultar, impedir o revertir el progreso social que se complementan para aplacar cualquier atisbo de reforma (o de ruptura) que pueda llegar a cuestionar el mantra de que no hay alternativas viables.

Es entonces que cobra particular relevancia la deconstrucción de este designio trágico, lo que solamente puede concretarse demostrando que existe alternativa a la sinrazón productivista y que esa alternativa se encuentra en el campo del antiproductivismo.

Cuando un sistema complejo, como lo son las sociedades humanas, llega a ser tan críticamente inestable que de una manera u otra tiene que iniciar un proceso de cambio, se dice que ha arribado a su punto de caos; a partir del cual, cualquier intento por regresar al modelo anterior de organización o funcionamiento no resulta posible[19], de allí que, en el punto de caos al que nos aproximamos, intentar mantenernos en la senda del productivismo nos precipitará hacia la decadencia.

Es la senda antiproductivista, guiada por la razón ecosocial, la que conduce hacia la evolución, son las propuestas del ecologismo[20] las que se orientan hacia la satisfacción de las necesidades y aspiraciones humanas en el marco de restricciones ecológicas y restricciones morales; una sociabilidad convivencial en la que la razón ecosocial guía hacia el restablecimiento de los lazos entre los seres humanos y pone nuevamente en sincronía los sistemas humanos con los naturales. Una sociedad que, en consecuencia, se sitúa en las antípodas de la sociedad productivista.

Si algo nos debemos preguntar, es si resulta posible concretar los cambios necesarios en el corto tiempo disponible para evitar las peores consecuencias de la crisis ecosocial que se ha globalizado. Si es posible avanzar en la senda de la revolución lenta que el ecologismo proponía en la década de 1990 que, en palabras de Alain Lipietz se refleja en el sueño de una multitud de microrrupturas, una revolución molecular nunca acabada[21] o si la senda del cambio hoy, ante la gravedad del escenario ecosocial global, exige una mirada diferente. Esta cuestión, lamentablemente, continúa siendo un debate pendiente dentro del ecologismo.

Riechmann y Carpintero[22] citan a Christian Laval[23] quien afirma que: Hay una necesidad histórica de reinventar una gestión nueva, porque estamos ante un sistema productivista que no es viable, empezando porque los recursos del planeta son limitados. Hay una obligación absoluta de inventar algo nuevo, lo que nos da un impulso de esperanza para que la humanidad no se aboque al suicidio colectivo en las próximas décadas y actúe de manera revolucionaria, no necesariamente violenta. Se deberán inventar nuevas formas de compartir el planeta. Esto hará que se desemboque en otra razón-mundo…

Advertía André Gorz (1994) que, ante la ausencia de conversión ecológica la dislocación de los ciclos naturales, de las civilizaciones y de las sociedades hará hundirse a la humanidad en la barbarie. Barbarie a la que hace referencia el escritor José Luis Sampedro en una entrevista para El País, en 2007, al afirmar que: vivimos en una época de barbarie. Se desintegra la civilización occidental tal como venía del siglo XV. Tiene razón Fukuyama, pero al revés: estamos en el final de la historia, pero no por haber llegado al colmo, sino por haber llegado al desmoronamiento. Y pasa como cuando cayó el Imperio Romano, que viene una época de barbarie. Aquí estamos en plena barbarie.

La opción es clara; cambiar el insostenible rumbo y evolucionar hacia el ecologismo o sumergirse definitivamente en la barbarie.


[1]Porritt, J. (1984). Seeing Green. Oxford: Blackwell.

[2] El mecanicismo comienza a desarrollarse a finales del siglo XVI con Sir Francis Bacon, quien se esforzó por demostrar que la ciencia no era diabólica, que no era perjudicial para el hombre y que podía conciliarse con la religión. Es a partir de Bacon que comienza a desarrollarse el proyecto científico occidental para conquistar y controlar la naturaleza y también comienza a imponerse la idea de un mundo similar a una máquina. A mediados del siglo XVII emerge la figura de Rene Descartes que creía que la clave del universo se hallaba en su estructura matemática y, para él, ciencia era sinónimo de matemáticas. Pensaba que la matemática era el lenguaje de la naturaleza y que el universo material era una máquina. La naturaleza funcionaba de acuerdo con unas leyes mecánicas, y todas las cosas del mundo material podían explicarse en términos de la disposición y del movimiento de sus partes. A principios del siglo XVIII, Isaac Newton en su libro Principios Matemáticos de la Filosofía Natural, describe su ley de la gravitación universal y postula que todos los fenómenos físicos se reducen al movimiento de partículas de materia provocado por su atracción mutua.

[3] Pollard, S. (1968). The Idea of Progress. Londres: C. A. Watts.

[4] Trainer, T. (2011): ¿Entienden bien sus defensores las implicaciones políticas radicales de una economía de crecimiento cero?

[5] La única condición de una economía que la transforma en sostenible es el estado estacionario, en tanto no lo son, ni la de continuo crecimiento, ni la de continua contracción. Uno de los precursores de la economía clásica, John Stuart Mill señalaba que la condición estacionaria del capital y de la población no implica el estado estacionario del mejoramiento humano. Habría tantas oportunidades para todo tipo de mentalidades culturales, para el progreso moral, social, para perfeccionar el arte de vivir si las mentes dejasen de enfrascarse en el arte de medrar. (Mill, J. S. (2004). Principles of Political Economy. Amherst: Prometheus Books) Rompiendo la limitaciones propias del productivismo, Herman Daly (Daly, H. (1991). Steady-state economics. Washington: Island Press.) es quien propone un estado sostenible óptimo de la economía humana al que denomina como: economía en estado estacionario de equilibrio dinámico al que describe como aquel que no es ni estático ni eterno; es un sistema en equilibrio dinámico dentro de la biosfera entrópica que lo contiene y lo sostiene.

[6] El Escritor y la Democracia. Debate entre Cornelius Castoriadis, Octavio Paz, Jorge Semprún y Carlos Barral. 1991

[7] Löwy, M. (2011) Ecosocialismo, El Colectivo/ Ediciones Herramienta, Buenos Aires

[8] La escuela económica austriaca, conocida como neoliberal, ha impulsado a la adopción de una nueva lógica: la lógica del mercado que desencadena profundas transformaciones en las matrices culturales y políticas, motivando una reorganización economicista de la vida. Postula al mercado como el escenario social perfecto. Su funcionamiento se basa en la aceptación voluntaria de los individuos, a partir de sus intereses particulares, sin atender a los fines colectivos. Las interacciones sociales quedan reducidas a relaciones de mercado. La sociedad deja de ser una categoría con características propias, reflejando en cambio un mero agregado de personas distintas, cada una atendiendo sus propios fines. Los derechos personales son reducidos a derechos del mercado, y la libertad es presentada como ausencia de coerción, y en especial restringida a la libertad de comprar y vender. Es en el mercado donde se realiza la libertad personal. Para asegurar su correcto funcionamiento debe estar protegido de intervencionismos, y en especial, de los provenientes del Estado.

[9] El darwinismo social surge a partir de las teorías de Herbert Spencer sobre la evolución social de la humanidad, proponiendo la existencia de un estrecho paralelismo entre las sociedades humanas y los organismos biológicos, tanto en la forma de su evolución, como en la manera que se conservaban vivos gracias a la dependencia funcional de las partes. Este principio de desarrollo por especialización de funciones y la idea de supervivencia del más apto, fueron los fundamentos centrales del darwinismo social y se convirtieron en la justificación sociológica del modelo económico propuesto por Adam Smith basado en la libre competencia en el mercado, como el sistema que mejor expresa la naturaleza humana. Para esta teoría social el esclavismo, la pobreza y el no intervencionismo estatal, como así también la expansión imperialista y su economía de rapiña; no eran otra cosa que la lógica consecuencia de la lucha por la supervivencia que se estaba liberando, en la que -necesariamente- debía haber ganadores y perdedores.

[10] Alcoberro, R. (2009). “¿Homo economicus o idiota moral?”, documento electrónico: http://www.alcoberro.info/V1/liberalisme5.htm

[11] Merenson, C. Para una definición de Ecología Política. 2021. Documento electrónico: https://laereverde.com/2021/10/23/para-una-definicion-de-ecologia-politica-su-ecologia-y-la-nuestra-en-el-siglo-xxi/ 2021

[12] Dentro de las corrientes del ecologismo existen dos posturas en lo referente a las relaciones humanos-naturaleza. El ecocentrismo, en el que la relación humanos y no-humanos tiene a la naturaleza como el elemento central. La naturaleza y sus procesos existen para sí mismo y para los seres humanos. Todos los seres vivos son parte de la naturaleza, incluidos, claro está, los seres humanos y todos son igualmente importantes. La naturaleza tiene valor intrínseco y derechos. Si bien se postula igualdad entre humanos y no-humanos, siempre prevalece la naturaleza por sobre lo humano. El ecocentrismo es adoptado por la ecología profunda. El ambiocentrismo, centrado en la idea de complejidad e interdependencia; donde lo fundamental en la relación humanos-naturaleza es la interrelación, la reciprocidad entre ambos mundos, cada uno con sus identidades propias, donde no hay un superior o un inferior (jerarquías presentes en el antropocentrismo o en el ecocentrismo) y es esta posición la que adopta el ecologismo político.

[13] Donald Worster – Nature’s Economy (1977)

[14] Alain Lipietz. (2010) El reformismo radical de la ecología política.Intervención en el taller “Ahondar en los valores de la ecología política”, convención parisina de “Europe Ecologie”, Arcueil, 8 de mayo de 2010. Traducido por EcoPolítica. Documento electrónico: https://ecopolitica.org/el-reformismo-radical-de-la-ecologia-politica/

[15] Sagan, C (1998). Miles de millones. Pensamientos de vida y muerte en la antesala del milenio. Barcelona: ULD.

[16] Meadows, D.- Meadows, D – Randes, J. – Behrens, W (1972). Los límites del crecimiento. México: FCE.

[17] Rescatado de los viejos pensadores liberales e impuesto en la década de 1980 por Margaret Thatcher y Ronald Reagan.

[18] El peor legado de Margaret Thatcher. Documento electrónico: https://www.eldiario.es/agendapublica/peor-legado-margaret-thatcher_132_5639172.html

[19] Laszlo, E. (2006). El Punto de Caos: El mundo en la encrucijada. Hampton Roads Publishing Company

[20] Un resumen de propuestas inspiradas en la Ecología Política lo encontramos en: https://laereverde.com/2015/01/05/sus-crisis-nuestras-alternativas/

[21] Lipietz, A. (2000). Political Ecology and the Future of Marxism, Capitalism Nature Socialism,

[22] Riechmann, J. y Carpinetro, O. (2014) ¿Cómo pensar las transiciones poscapitalistas? Disponible en: http://tratarde.org/wp-content/uploads/2015/10/C%C3%93MO-PENSAR-LAS-TRANSICIONES-POSCAPITALISTAS.pdf

[23] Disponible en: http://periodismohumano.com/economia/son-los-estados-quienes-han-construido-el-sistema-neoliberal-en-el-que-vivimos.html

[24] Gorz, A. (1994) Ecología política. Expertocracia y autolimitación Nueva Sociedad Nº 134, Noviembre–Diciembre de 1994